Me piden que escriba unas líneas sobre mi relación con la semana negra de Gijón y, meditando sobre ello, descubro que he sido y soy una privilegiado, por ser (por seguir siendo) uno de los elegidos que de forma asidua (casi diría yo, de forma empecinada y militante), peregrinan cada mes de julio por las carpas, los bares y entre el gentío de la Semana Negra.
Es un privilegio y es una suerte. Lo es el haber conocido de primera mano a tipos inalcanzables, protagonistas de vidas imposibles, embadurnados de cultura, de sabiduría y de intencionalidad al servicio de la inteligencia y de la literatura.
En Gijón descubrí a un grupo de escritores enfermos de cinefilia hasta extremos obsesivo-compulsivos. De ellos aprendí.
Conocí a escritores que se jugaron la vida delante de las pistolas de asesinos a sueldo o asesinos con placa y carné profesional, aquí en España, o allí dondequiera que las democracias zozobran o nunca llega a apuntalarse. De ellos aprendí.
En la Semana Negra escuché hablar de la guerra de Irak, de los conflictos étnicos de los mas desprotegidos, de la mala vida de periodistas y escritores que usan y disfrutan de la novela negra para denunciar la injusticia social con el brío y la valentía de quien sabe que sus párrafos o sus versos, también son (o pueden ser) munición insurrecta. De nuevo, esa gratificante sensación de privilegio.
En la Semana Negra estoy como en casa y me tratan cono si fuera de la familia. Quizá lo sea aunque viva y trabaje a 800 kilómetros de distancia.
Son más de diez semanas negras en mi mochila pero ésta, la de 2010 tiene una muesca negra, como un crespón macabro, como si de repente una de las esquinas de la fotografía que mejor resuma la semana negra de Gijón se agrietase para siempre. Y esa grieta se llama Julián. Julián se ha ido a buscar a otro autor al aeropuerto aquel del que no se retorna. Con él, como con pocos, compartí la ilusión por conseguir ganar algún día alguno de los premios de nuestra Semana Negra. Y en 2009, meses antes de su brusca muerta, lo conseguimos. La felicidad de Julián superó a la del autor. Lo noté. Y lo recordaré, como no olvidaré sus ánimos, su hospitalidad, su extraordinaria amabilidad y su sonrisa socarrona siempre al servicio de la lucha contra el desánimo.
Hoy meditando sobre el encargo de escribir estas líneas, me he dado cuenta de que, fundamentalmente y quizá en realidad, soy un privilegiado por haber conocido en Gijón a tipos como Julián.