Termina la Semana Negra. Tecleo estas líneas mientras en el recinto se celebran los últimos actos. Mañana –ya hoy domingo- será el acto la clausura y cada mochuelo a su olivo. Han sido diez días intensos, maravillosamente excesivos, donde diversión y trabajo se han combinado sin que fuera posible trazar la línea divisoria, y eso es algo fantástico. “La Semana Negra es un campamento de verano para escritores”, nos han repetido los más experimentados a los que veníamos por primera vez. Concluida la vivencia, no se me ocurre mejor forma de definirla.
Autores de larga trayectoria, extensa producción y deslumbrante palmarés se codean sin altivez alguna con otros que apenas empezamos a echar los dientes en el mundillo. Todos a una, cada cual con su tarjeta identificativa, sin grado ni galones, sólo un nombre… “uno que vale por diez”. Y así, todos juntos, estrechados los lazos “por narices” en el Tren Negro, reímos, hacemos un poco el ganso, damos rienda suelta a pequeñas aficiones y compartimos ilusiones y proyectos.
La Semana Negra es adictiva, cuidado, te advierten. Ojo, que el que va, repite, te insisten. Concluido el invento, entiendo bien la razón. La del escritor es una profesión solitaria, no cabe duda, y ocasiones como ésta permiten paliar esa soledad al convivir con otros iguales. Lo mismo da que hoy toque dejarse la voz en el karaoke o el pudor tras el maquillaje teatral, lo que importa es estrechar unos lazos que, a la vista está, se refuerzan cada año. Y esto hace que podamos contar con un puñado de colegas y buenos amigos que, en el silencio de nuestro rincón de trabajo, nos ayudan a sentirnos un poco menos solos.
Así que, como si del señor Miyagi se tratase, a un tiempo damos y pulimos cera, y nos zambullimos en literatura hasta los ojos. Se marcha uno con las pilas cargadas, la maleta llena de libros y de apuntes la libreta, con ganas de llegar a casa y ponerse a leer y a escribir como loco. Es una sana admiración la que he podido advertir en muchos estos días, admiración que te lleva a sacudirte la pereza para seguir los pasos de éste o desarrollar la idea que te aplaudió aquel.
Suele decirse que en ningún sitio se clavan tantos puñales como en los encuentros profesionales, y no digamos cuando encima hay premios, reconocimientos y aplausos en juego. Sin embargo, el ambiente que se respira en la Semana Negra de Gijón es mucho más sano, tanto, que resulta difícil de creer. Hasta que te das cuenta de que la mayoría de los reincidentes no son escritores amigos, sino más bien amigos escritores. Críticas y chismorreos sí, desde luego, ¿pero qué se puede esperar de un grupo de personas cuya esencia profesional es la curiosidad? Cual marujas en un corral de vecinos, le damos a la húmeda con más humor que mala intención. ¿Hay mejor prueba del grado de complicidad entre los asistentes?
Debo apuntar que entre las muchas y gratas sorpresas de ésta, mi primera Semana Negra, me gustó la espontánea reunión de un grupo de escritores de diversos partes de Andalucía, denominación de origen destacada de esta edición junto a la argentina. Nerea Riesco, Paco Jurado, Jesús Lens, Juan Ramón Biedma, Rafa Marín, Teo Palacios… Incluso tuvimos una improvisada reunión, registrada y coordinada por la gaditana Carmen Moreno, germen de lo que Paco Taibo bautizó como la Andalucía Connection. Nos hemos propuesto no permitir que esto quede en una anécdota. Propósitos de año nuevo entre Semana y Semana Negra.
Acaba pues este maratón. Y aunque cansado, se marcha uno con la inevitable tristeza de la despedida. ¡Qué bueno es disfrutar de vez en cuando y no querer que algo concluya! Jesús Lens, colega y sin embargo amigo, describió con acierto nuestra situación estos días. Estamos en una burbuja, cuando la Semana Negra pase todo volverá a ser como de costumbre, quebraderos de cabeza incluidos. Pero hasta escuchar cómo revienta esa burbuja, apuremos al máximo lo que reste.
Ha sido una experiencia excepcional, que espero de corazón volver a repetir. Gracias a todos por contribuir a que así haya sido.
Esto es la Semana Negra, y sigue…
18.7.10
17.7.10
Mi cámara y yo: Noelia Hermida
16 de julio. 7:30 de la mañana. Mi cámara y yo nos encontramos en la madrileña estación de Chamartín para coger un tren blanco que nos lleve hasta un destino desconocido para los dos: la Semana Negra de Gijón.
Tras cinco horas de viaje y los trámites burocráticos pertinentes comienza nuestra aventura.
Organización organizada, trato cercano y eficiencia es lo primero que nos encontramos en las oficinas del festival.
Realizamos la inmersión en las intalaciones y ¡Voilá!, un panorama pintoresco pero con un aura muy particular. Gente de todas las edades que trampea los puestos de comida, collares y bolsos para acercarse a las carpas en las que se podrán encontrar con alguno de los mejores escritores de novela negra del mundo.
Presentaciones y coloquios desenfadados en los que hasta el menos amante de la literatura se encontraría cómodo. Jóvenes que disfrutan de la experiencia de Guillermo Orsi y maduritos que se preguntan quiénes serán Manuel Manzano y Su hombre de Plastilina.
Concierto de Sidecars, gratuito y sin agobios; cine, poesía y mucho más. Un festival de categoría sin ataduras.
Un acercamiento de la cultura a la calle en la que escritores, periodistas y público se sienten como en casa.
Tras cinco horas de viaje y los trámites burocráticos pertinentes comienza nuestra aventura.
Organización organizada, trato cercano y eficiencia es lo primero que nos encontramos en las oficinas del festival.
Realizamos la inmersión en las intalaciones y ¡Voilá!, un panorama pintoresco pero con un aura muy particular. Gente de todas las edades que trampea los puestos de comida, collares y bolsos para acercarse a las carpas en las que se podrán encontrar con alguno de los mejores escritores de novela negra del mundo.
Presentaciones y coloquios desenfadados en los que hasta el menos amante de la literatura se encontraría cómodo. Jóvenes que disfrutan de la experiencia de Guillermo Orsi y maduritos que se preguntan quiénes serán Manuel Manzano y Su hombre de Plastilina.
Concierto de Sidecars, gratuito y sin agobios; cine, poesía y mucho más. Un festival de categoría sin ataduras.
Un acercamiento de la cultura a la calle en la que escritores, periodistas y público se sienten como en casa.
15.7.10
Campamento negro: Teo Palacios
"Cuando empecé a trabajar en la Semana Negra, Paco Taibo me dijo: esto es como un campamento de verano para escritores. Vienen aquí y actúan a su aire". Son palabras de Javier, quien vino a recogerme a la estación cuando llegué a la bendita Gijón. Y lo de bendita lo digo por los 20º de diferencia con la Sevilla de la que había partido nueve horas antes.
A partir de ese momento no dejé de asombrarme, porque no me negaréis que la aseveración no es para dejarte fuera de juego.
Y es que en esto de la Semana Negra se rompen todas las ideas y moldes que uno tiene preconcebidos en cuanto a lo que debe ser un evento literario.
Para empezar, jamás había visto a un lector para en un stand a comprar libros mientras en la otra mano lleva un paquete de churros de los que va dando buena cuenta junto a su hijo, que le pide con insistencia que se apresure a llevarlo a la noria que se entrevé al final de la calle.
El gentío es otra historia, claro. Porque gente hay, y mucha, pero en ningún otro lugar encontrarás a tanto escritor por metro cuadrado. En una misma presentación he visto como público, y sin fijarme demasiado, a: Fernando Marías, León Arsenal, Lorenzo Silvas, Javier Negrete, Javier Márquez, Nerea Riesco. Ese es el "público" en las presentaciones.
Cómo será la cosa, que en mi primera noche tuve que desempolvar mi precario, y olvidado inglés, para cenar, ni más ni menos, que con Gisbert Haefs y Angus Donald. Nos dieron las dos de la mañana, que cantaría Sabina, otro que, por cierto, no desentonaría nada por aquí.
Por lo visto, el trasnoche es habitual. Son las tres de la mañana cuando escribo esto, pero no vengo de fiesta, no, sino de lo que se ha llamado "Andalucía Conection". Resulta que este año hay más andaluces que nunca en las calles de la ciudad. Cosas del destino, o quizá de la que se avecina? que desde el sur ya se ha conquistado la península alguna que otra ocasión.
Pero me voy por las ramas. Vengo de estar con ese grupo del que me honra formar parte aunque sea miembro tardío, y no de simplemente de tomar una copa, que también ha caído, sino de participar en una entrevista a siete bandas que alguna periodista loca, o visionaria, que a veces es lo mismo, ha querido realizar. No sé muy bien qué va a sacar, porque se lleva una grabación de casi dos horas.
Otro ejemplo de lo que se cuece por aquí fue el caso de la tertulia que cerraba el programa del miércoles. Llevaba por título "La Mentira", y al abrir la charla, Taibo explicaba que se había organizado, pero que, en realidad, nadie tenía una idea demasiado clara de lo que iba a tratar. Pero funcionó, y de forma tan curiosa, que se llegó a un nuevo entendimiento de lo que se quiere decir cuando aseguramos que alguien ?escribe como el culo?, ¡con razonamiento científico incluido!
Cuarenta y ocho horas han bastado para que empiece a hacerme una idea de lo que es todo esto de la Semana Negra. Y, señor Taibo, permítame que discrepe: la Semana Negra no es un campamento de verano? ¡esto es writerland!
A partir de ese momento no dejé de asombrarme, porque no me negaréis que la aseveración no es para dejarte fuera de juego.
Y es que en esto de la Semana Negra se rompen todas las ideas y moldes que uno tiene preconcebidos en cuanto a lo que debe ser un evento literario.
Para empezar, jamás había visto a un lector para en un stand a comprar libros mientras en la otra mano lleva un paquete de churros de los que va dando buena cuenta junto a su hijo, que le pide con insistencia que se apresure a llevarlo a la noria que se entrevé al final de la calle.
El gentío es otra historia, claro. Porque gente hay, y mucha, pero en ningún otro lugar encontrarás a tanto escritor por metro cuadrado. En una misma presentación he visto como público, y sin fijarme demasiado, a: Fernando Marías, León Arsenal, Lorenzo Silvas, Javier Negrete, Javier Márquez, Nerea Riesco. Ese es el "público" en las presentaciones.
Cómo será la cosa, que en mi primera noche tuve que desempolvar mi precario, y olvidado inglés, para cenar, ni más ni menos, que con Gisbert Haefs y Angus Donald. Nos dieron las dos de la mañana, que cantaría Sabina, otro que, por cierto, no desentonaría nada por aquí.
Por lo visto, el trasnoche es habitual. Son las tres de la mañana cuando escribo esto, pero no vengo de fiesta, no, sino de lo que se ha llamado "Andalucía Conection". Resulta que este año hay más andaluces que nunca en las calles de la ciudad. Cosas del destino, o quizá de la que se avecina? que desde el sur ya se ha conquistado la península alguna que otra ocasión.
Pero me voy por las ramas. Vengo de estar con ese grupo del que me honra formar parte aunque sea miembro tardío, y no de simplemente de tomar una copa, que también ha caído, sino de participar en una entrevista a siete bandas que alguna periodista loca, o visionaria, que a veces es lo mismo, ha querido realizar. No sé muy bien qué va a sacar, porque se lleva una grabación de casi dos horas.
Otro ejemplo de lo que se cuece por aquí fue el caso de la tertulia que cerraba el programa del miércoles. Llevaba por título "La Mentira", y al abrir la charla, Taibo explicaba que se había organizado, pero que, en realidad, nadie tenía una idea demasiado clara de lo que iba a tratar. Pero funcionó, y de forma tan curiosa, que se llegó a un nuevo entendimiento de lo que se quiere decir cuando aseguramos que alguien ?escribe como el culo?, ¡con razonamiento científico incluido!
Cuarenta y ocho horas han bastado para que empiece a hacerme una idea de lo que es todo esto de la Semana Negra. Y, señor Taibo, permítame que discrepe: la Semana Negra no es un campamento de verano? ¡esto es writerland!
14.7.10
En la Semana Negra: Carolina Otero, Hotel Postmoderno
En la Semana Negra los paseantes locales se mezclan con los autores; los libros con el algodón de azúcar. Un niño pasa el dedo índice por la cubierta de un cómic y luego apunta hacia la noria. El vendedor de tickets de la tómbola le ofrece a la pareja afortunada un “Cochino de guijuelo, para el guaje y el abuelo” justo cuando una tertulia de escritores se plantean las grandes preguntas sobre la literatura.
Es lo encantador de esta celebración; las letras salen a la calle, es fácil acceder a los autores, preguntarles, darles la mano. Y, sobre todo, es un lugar de encuentro entre varias generaciones de novelistas que presentan su obra y se interesan por la del otro, sin jerarquías. La Semana Negra es en verdad la gran fiesta de las letras para el lector y el autor.
Es lo encantador de esta celebración; las letras salen a la calle, es fácil acceder a los autores, preguntarles, darles la mano. Y, sobre todo, es un lugar de encuentro entre varias generaciones de novelistas que presentan su obra y se interesan por la del otro, sin jerarquías. La Semana Negra es en verdad la gran fiesta de las letras para el lector y el autor.
13.7.10
Uno acaba cogiéndole cariño...: Pablo Batalla
Uno acaba cogiéndole cariño a ese pedacito de acera y césped encerrado entre cuatro paredes de lona. Como si fuera una pequeña casa, en la que uno entra, sale y habita con la misma cotidianeidad rutinaria que en la verdadera.
Todo se acaba repitiendo. Se repite el breve ritual de apertura. Abrir el candado, destrenzar las cuerdecillas blancas, enrollar las cortinas. Recolocar un par de libros caídos o movidos. Sacar de la mochila la caja de latón en la que se guarda el dinero y la maquinita para cobrar con tarjeta de crédito, que pesa mucho, se descarga muy rápido y nunca se usa. Dejar a buen recaudo la caja y la maquinita en un rincón del mostrador. Sentarse en el taburete, esperar. Se repite el mismo calor pegajoso, mezcla de húmedo verano atlántico y la potencia del foco que ilumina la exigua estancia y hace relucir los libros cuando cae la noche. Se repiten, con precisión mecánica, las cuatro o cinco frases hechas que se intercambian el vendedor, servidor, y el comprador. “¿Estos también están de oferta?”, “No, sólo estos de aquí, esos están a precio normal”, “¿Le doy una bolsina?”, “Si me haces el favor”, “Gracias”, “A ti”, etecé. Se repiten a las mismas horas las mismas vaharadas de olor a pulpo, o a kebab turco, o a bocata griego, el mismo consiguiente rugir de tripas. Se repite la breve conversación con los compañeros de gremio a ambos lados del stand. Qué tal va la cosa hoy, a ver si mañana va mejor, yo creo que tal día se venderá más. Se repite la misma procesión de gente, de seres humanos amontonados, cruzándose y mezclándose y entrecruzándose y entremezclándose.
Se aprende mucho de cómo es la gente cuando se está durante horas al otro lado de un mostrador. De lo grotesca que puede ser a veces, de lo deshumanizada que resulta la humanidad cuando se amontona y se convierte en una sola masa informe, en un monstruo con miles de ojos, brazos y piernas que ya no se llama Pepe, Paco y Manolín el de Pallarribones, que ya no se llama nada, porque no tiene cara, sino sólo un contorno difuso que va cambiando, moviéndose como una mancha de aceite, tocando unas veces sí, y otras no, el mostrador tras el cual yo me hallo. No es Juan Díaz, sino una protuberancia de la masa, la que pregunta que si venden ustedes libros de chistes. No es Francisca González, sino otra protuberancia de la masa, la que emite un bufido de desaprobación al escuchar que el grueso manual de botánica que tiene entre las manos, y desea llevarse consigo, cuesta 35 euros. Ni es Pedro Rodríguez, sino otra protuberancia de la masa, la que ruge que el libro ése sobre la Güelgona del 62 silencia que Comisiones Obreras la fundó en La Camocha el respetable progenitor del propio Pedro Rodríguez.
Para esa masa de Pepes, Pacos y Manolinos, claro, yo tampoco soy Pablo Batalla, sino una protuberancia más de una masa de vendedores de cachivaches diversos que tampoco tiene cara, ni forma, sino tan sólo una misma boca que les dice que tal cosa cuesta tanto y que lo de allá está de oferta y que hola y que gracias y que hasta luego. Aunque a veces sí que hay espacio para lo humano, destellos que convierten a una de las miles de protuberancias de la masa en un ente con nombre, esas veces en las que un viejo conocido, habitualmente algo más gordo y más calvo que la última vez, se detiene sorprendido delante de uno y exclama hombre, cómo tú por aquí, qué es de tu vida, cuánto tiempo; esas veces en las que un familiar aparece por allí, sonríe, pregunta qué tal va la jornada y compra un par de libros para contribuir con unos eurillos a ese viaje, o a ese carné de conducir, o a rellenar esa hucha cerdito para ahorrar para ya veremos qué; esas veces en las que la entrañable señora que acaba de adquirir una guía de las playas de Asturias te cuenta que es de Zaragoza pero veranea en Asturias, que qué bonita es Asturias y que qué bonitos libros tenéis.
Y al final de todo, resulta que uno se ganó las habichuelas, pero que sobre todo ganó unas cuantas experiencias vitales, lecciones de ésas que la Universidad no enseña y una feria sí. Merece la pena.
Todo se acaba repitiendo. Se repite el breve ritual de apertura. Abrir el candado, destrenzar las cuerdecillas blancas, enrollar las cortinas. Recolocar un par de libros caídos o movidos. Sacar de la mochila la caja de latón en la que se guarda el dinero y la maquinita para cobrar con tarjeta de crédito, que pesa mucho, se descarga muy rápido y nunca se usa. Dejar a buen recaudo la caja y la maquinita en un rincón del mostrador. Sentarse en el taburete, esperar. Se repite el mismo calor pegajoso, mezcla de húmedo verano atlántico y la potencia del foco que ilumina la exigua estancia y hace relucir los libros cuando cae la noche. Se repiten, con precisión mecánica, las cuatro o cinco frases hechas que se intercambian el vendedor, servidor, y el comprador. “¿Estos también están de oferta?”, “No, sólo estos de aquí, esos están a precio normal”, “¿Le doy una bolsina?”, “Si me haces el favor”, “Gracias”, “A ti”, etecé. Se repiten a las mismas horas las mismas vaharadas de olor a pulpo, o a kebab turco, o a bocata griego, el mismo consiguiente rugir de tripas. Se repite la breve conversación con los compañeros de gremio a ambos lados del stand. Qué tal va la cosa hoy, a ver si mañana va mejor, yo creo que tal día se venderá más. Se repite la misma procesión de gente, de seres humanos amontonados, cruzándose y mezclándose y entrecruzándose y entremezclándose.
Se aprende mucho de cómo es la gente cuando se está durante horas al otro lado de un mostrador. De lo grotesca que puede ser a veces, de lo deshumanizada que resulta la humanidad cuando se amontona y se convierte en una sola masa informe, en un monstruo con miles de ojos, brazos y piernas que ya no se llama Pepe, Paco y Manolín el de Pallarribones, que ya no se llama nada, porque no tiene cara, sino sólo un contorno difuso que va cambiando, moviéndose como una mancha de aceite, tocando unas veces sí, y otras no, el mostrador tras el cual yo me hallo. No es Juan Díaz, sino una protuberancia de la masa, la que pregunta que si venden ustedes libros de chistes. No es Francisca González, sino otra protuberancia de la masa, la que emite un bufido de desaprobación al escuchar que el grueso manual de botánica que tiene entre las manos, y desea llevarse consigo, cuesta 35 euros. Ni es Pedro Rodríguez, sino otra protuberancia de la masa, la que ruge que el libro ése sobre la Güelgona del 62 silencia que Comisiones Obreras la fundó en La Camocha el respetable progenitor del propio Pedro Rodríguez.
Para esa masa de Pepes, Pacos y Manolinos, claro, yo tampoco soy Pablo Batalla, sino una protuberancia más de una masa de vendedores de cachivaches diversos que tampoco tiene cara, ni forma, sino tan sólo una misma boca que les dice que tal cosa cuesta tanto y que lo de allá está de oferta y que hola y que gracias y que hasta luego. Aunque a veces sí que hay espacio para lo humano, destellos que convierten a una de las miles de protuberancias de la masa en un ente con nombre, esas veces en las que un viejo conocido, habitualmente algo más gordo y más calvo que la última vez, se detiene sorprendido delante de uno y exclama hombre, cómo tú por aquí, qué es de tu vida, cuánto tiempo; esas veces en las que un familiar aparece por allí, sonríe, pregunta qué tal va la jornada y compra un par de libros para contribuir con unos eurillos a ese viaje, o a ese carné de conducir, o a rellenar esa hucha cerdito para ahorrar para ya veremos qué; esas veces en las que la entrañable señora que acaba de adquirir una guía de las playas de Asturias te cuenta que es de Zaragoza pero veranea en Asturias, que qué bonita es Asturias y que qué bonitos libros tenéis.
Y al final de todo, resulta que uno se ganó las habichuelas, pero que sobre todo ganó unas cuantas experiencias vitales, lecciones de ésas que la Universidad no enseña y una feria sí. Merece la pena.
12.7.10
Yo nunca había visto una familia negra tan blanca: Rogelio Guedea
Debo hacer una confesión, tal como las hace a cada rato Paco Ignacio Taibo II: si me dieran a elegir entre el ámbito literario y la dimensión humana, yo elegiría –sin pensarlo dos veces- lo segundo: la dimensión humana. Sin ésta no se explica la otra, ni existiría siquiera. Nada para mí está más allá ni es más importante que lo esencialmente humano. Recordando a Montaigne, yo suscribiría también que es mejor ser buena persona que ser buen escritor. Pero no me voy a poner sentimental. Bueno, sí: que ahora ponerse sentimental, ante tanto tránsfuga de lo cursi, como si lo cursi fuera enfermedad incurable, resulta original. Tal vez por eso no puedo evitar mirar los bordes, los márgenes, casi las orillas de lo que no tiene orillas. No puedo evitarlo: a mis manos, como a mis pies, les aterra el lugar común, que es una serpiente que se muerde la cola un día sí y otro también. Y es así que he venido a caer en la cuenta –los milagros todavía existen, claro- de que a mí lo que más me ha impresionado de la Semana Negra no es el apabullante festival literario que es en sí mismo, y de lo cual a nadie le queda duda, sino, sobre todo, la Familia Negra, que hoy bautizo así y que conforman principalmente Paco Ignacio Taibo II, motor indiscutible de ese tren que parece que lo arrasará todo de un balazo, Paloma Saiz Tejero, su mujer, Marina, su encantadora hija, además de toda la Organización Negra (desde Xurde hasta Cristina pasando por Elena, Marisa, Alejandro, etcétera, etcétera). La lista impresionante de escritores de novela negra y policial, la pila de libros y libreros, las charlas y tertulias no tienen parangón, es cierto, pero a mí lo que me ha agujereado el esófago del alma y más allá ha sido la manera en que la Familia Negra vive, goza y, en algunos momentos, padece la Semana Negra. No he podido evitar, por ejemplo, ver cómo Marina Taibo responde a los llamados o exigencias de su padre, Paco Ignacio Taibo II, y corre hacia él para contestarle el celular o escuchar, puntual, sus sugerencias, todo ello con una amorosidad tal cual se tratara del llamado de una voz que viniera del cielo, o ver cómo Paloma Saiz Tejero, en conciliábulo, como dos amigos inseparables, organiza y reorganiza con Paco Ignacio Taibo II, su marido, los eventos e imprevistos del día siguiente, o como Paco Ignacio Taibo II, que a veces parece que anda con un pie en la luna y otro en el garabato, y parece que no escucha pero escucha todo, se levanta para asistir a su madre, Maricarmen, también parte central de la Familia Negra, que corre el riesgo de dar un traspié en el próximo escalón, y ahí el célebre escritor de novela negra y policial, Paco Ignacio Taibo II, gran conversador y alentador de la mirada izquierda, se convierte en el hijo más bien dócil, inofensivo, inmensamente generoso, que no olvida que antes de ser todo lo anterior es hijo, y padre, y esposo, y tio, porque se le puede ver también pasando, cariñoso, su mano por el hombre de Lucía, la sobrina que acompaña a su madre durante el viaje y que lo mira todo como si acabara de descrubir el País de las Maravillas. Ya Aristóteles sabía muy bien, cuando escribió la Ética a Nicómaco, que la familia nació mucho antes que el Estado, y que, por tanto, le lleva a todo el resto de las instituciones una ventaja inapelable. Por eso, si todo el mundo, o las familias del mundo fueran tan blancas y tan entrañables, tan unidas e jubilosas, tan modélicas y solidarias como la Familia Negra, seguramente este diablo mundo sería otro muy distinto, y los malos escritores –antes negras personas también- serían, sin duda, cada vez mejores personas, que es lo que –hoy más que nunca- necesitamos.
11.7.10
Despego a duras penas...: Diego García Cruz
Despego a duras penas un ojo y entreveo la hora en el móvil, que no deja de sonar. Las 10:40. Bien, hoy voy sobrado de tiempo.
Veinte minutos más tarde, duchado y más o menos presentable, acabo de engullir una tostada en la barra del Don Manuel mientras a mi alrededor se produce el primer estallido de energía del día: el director acaba de entrar y los periodistas siguen ya su estela camino de la rueda de prensa. Hoy tocan 4 autores, así que va a ser larga.
La mesa está ya cubierta de micros, y los ojos curiosos de un par de cámaras nos vigilan mientras nos sentamos. Paco I. Taibo II se lanza, casi sin solución de continuidad, a presentar a los invitados y a mí, como siempre, me cuesta no reírme en ocasiones mientras trato de traducir al oído del invitado la incontenible verborrea del director. En ese preciso momento sé que va a ser un buen día…
Dos horas más tarde salimos a de nuevo a la luz del sol y veo multitud de rostros conocidos enzarzados en intensas conversaciones y a un par de novatos que empiezan a soltarse y a tener menos cara de perdidos. Vuelvo a sonreír y acabo sentado en una mesa en la terraza, charlando a la vez sobre Julio Verne, Sheridan LeFanu y el juego del Barça.
Gravito hacia alguno de los sospechosos habituales y a la media hora estamos comiendo en una mesa multitudinaria, envueltos en una intensa cacofonía de títulos de novelas, análisis sociológicos improvisados, teorías descabelladas y gritos a la camarera. El café tarda en llegar y lo abandono a su suerte mientras me dirijo hacia el trenecito.
A eso de las 17 llego al recinto, que empieza a desperezarse. Me dirijo a la carpa y me preparo para la primera charla de la tarde. Una hora y media y dos Pepsis después tengo la sensación de que entiendo un poco mejor el origen y desarrollo de Mayo del ’68. Gran orador el que acabo de traducir, de los que te dejan con buen sabor de boca…
Remoloneo un poco y me quedo a escuchar un debate sobre autómatas contra zombies en la novela histórica ambientada en el mundo del deporte (o algo así) y aprovecho la media hora que tengo libre hasta la siguiente mesa redonda para ir a comprar el par de tebeos localizados el día anterior en un puesto un poco alejado. La tarde sigue su curso y me lleva a sentarme junto a uno de los grandes de la novela de fantasía. Acabo un poco cansado y aprovecho para quedarme un rato a solas y relajarme en medio de la multitud que me arrulla como la corriente de un río. Hay que reponer fuerzas, que hoy cenaré en el recinto y asistiré a medianoche a la velada de poesía. Cuando termine, claro, caerán un par de copas o tres…
Las cinco de la mañana me sorprenden entrando sigilosamente en la habitación, tratando de no despertar al periodista francés con quien la comparto y que ronca ya plácidamente y a pierna suelta. Está a punto de acabar otro día más, un día único, un día cualquiera en la Semana Negra…
Veinte minutos más tarde, duchado y más o menos presentable, acabo de engullir una tostada en la barra del Don Manuel mientras a mi alrededor se produce el primer estallido de energía del día: el director acaba de entrar y los periodistas siguen ya su estela camino de la rueda de prensa. Hoy tocan 4 autores, así que va a ser larga.
La mesa está ya cubierta de micros, y los ojos curiosos de un par de cámaras nos vigilan mientras nos sentamos. Paco I. Taibo II se lanza, casi sin solución de continuidad, a presentar a los invitados y a mí, como siempre, me cuesta no reírme en ocasiones mientras trato de traducir al oído del invitado la incontenible verborrea del director. En ese preciso momento sé que va a ser un buen día…
Dos horas más tarde salimos a de nuevo a la luz del sol y veo multitud de rostros conocidos enzarzados en intensas conversaciones y a un par de novatos que empiezan a soltarse y a tener menos cara de perdidos. Vuelvo a sonreír y acabo sentado en una mesa en la terraza, charlando a la vez sobre Julio Verne, Sheridan LeFanu y el juego del Barça.
Gravito hacia alguno de los sospechosos habituales y a la media hora estamos comiendo en una mesa multitudinaria, envueltos en una intensa cacofonía de títulos de novelas, análisis sociológicos improvisados, teorías descabelladas y gritos a la camarera. El café tarda en llegar y lo abandono a su suerte mientras me dirijo hacia el trenecito.
A eso de las 17 llego al recinto, que empieza a desperezarse. Me dirijo a la carpa y me preparo para la primera charla de la tarde. Una hora y media y dos Pepsis después tengo la sensación de que entiendo un poco mejor el origen y desarrollo de Mayo del ’68. Gran orador el que acabo de traducir, de los que te dejan con buen sabor de boca…
Remoloneo un poco y me quedo a escuchar un debate sobre autómatas contra zombies en la novela histórica ambientada en el mundo del deporte (o algo así) y aprovecho la media hora que tengo libre hasta la siguiente mesa redonda para ir a comprar el par de tebeos localizados el día anterior en un puesto un poco alejado. La tarde sigue su curso y me lleva a sentarme junto a uno de los grandes de la novela de fantasía. Acabo un poco cansado y aprovecho para quedarme un rato a solas y relajarme en medio de la multitud que me arrulla como la corriente de un río. Hay que reponer fuerzas, que hoy cenaré en el recinto y asistiré a medianoche a la velada de poesía. Cuando termine, claro, caerán un par de copas o tres…
Las cinco de la mañana me sorprenden entrando sigilosamente en la habitación, tratando de no despertar al periodista francés con quien la comparto y que ronca ya plácidamente y a pierna suelta. Está a punto de acabar otro día más, un día único, un día cualquiera en la Semana Negra…
10.7.10
El tren negro: Javier Valdez Cárdenas
La oruga de acero esperaba bufando, ansiosa, en el pasillo trece de la estación de trenes de cercanía, en Chamartín, Madrid. Los visitantes, periodistas, intrusos, escritores y organizadores de la 23 edición de la Semana Negra de Gijón avanzaban ávidos y revoloteando, bajando escaleras, cargando maletas, tomando fotos, sonrientes y párvulos. Caminaban haciendo aplausos con sus pasos. Se detenían y golpeaban sus manos: hormigas sedientas a la hora del recreo escolar, timbre de inicio de vacaciones, hora de jugar y soñar.
El tren estaba ahí, cual oruga de acero, pero de colores azul con blanco y un gris en la parte superior: el mitológico tren negro, imponente, respirando agitado como un toro en la fiesta de San Fermín, presto para comerse los rieles, hambriento de tragarse a las hormigas, esas que le aplaudían cuando lo sintieron avanzar y que estaban poblando, sentados, sus asientos y rincones.
Alguien gritó si era necesario empujar. Todos rieron. Las hormigas, con gafetes de autores y reporteros, mutaron y se convirtieron en avispas, y luego en bípedos de pelo largo, barbones, amezclillados, de lentes, con computadora portátil y cámara digital para tomar fotografía y video.
La felicidad les había tatuado una sonrisa y unos fanales encendidos en lugar de los ojos. El tren negro parecía traer en la delantera el letrero de la ruta: Madrid-Gijón-Felicidad y puntos intermedias, ida y vuelta.
Una vez arriba, con las maletas acomodadas y el sistema de aire acondicionado encendido, empezó el trajín. Y el monstruo de acero se movió lentamente. Y los empleados del ferrocarril, solícitos y contagiados, empezaron a caminar lentamente, mientras disparaban a corta distancia, A quemarropa, el periódico de la Semana Negra.
Varios cadáveres quedaron recostados en los cómodos asientos de algunos de los tres vagones: eran autores desvelados, boquiabiertos, de lentes oscuros para disimular el desvelo, despeinados pues no hubo tiempo para el baño, lívidos por ese hábito nocturno de buscarle el fondo a las botellas.
En poco tiempo aquello fue un manicomio: círculos de periodistas cantando el Cielito lindo, escritores y hacedores de tiras cómicas discutiendo sobre las dictaduras militares, prófugos de los versos rosas queriendo pintar los vagones de negro por dentro, sedientos y rijosos novelistas protagonizando escenas apocalípticas para alcanzar un pomo de agua fresca, bellas mujeres contando chistes de fluidos carnosos e inundantes, humo, densidad, carcajadas, besos al aire, hojas pegadas a los dedos de algún tímido lector.
Un hombre bajo, de corbata y un puñito de bellos blancos bajo el labio inferior empezó a contar a los que dormían pero estaban muertos y a los que sentados, idos, viajando a través de la ventanilla y la campiña madrileña, viajaban lejos. Era el saldo de la refriega. Y los chingazos apenas empezaban.
La máquina avanzó en velocidades de los 50 a los 120 kilómetros por hora. La película que aparecía en las amplias ventanas pasó de pequeñas comunidades a los verdes plantíos, de pequeñas poblaciones al pinar de las montañas, de antenas y cables y cintas de chapopote señalamientos viales a los arroyos y ríos.
Y el Tren Negro devorando rieles, mascando durmientes, degustando combustible, piedras policromáticas, tierra café que luego se hizo rojiza.
Cuando la oruga de acero traía en su silente y efectivo vientre alrededor de 400 kilómetros devorados y le dificultaban la digestión los casi 140 pasajeros, la estación de Mieres, entre cerros de un verde sempiterno y un río canturriante, recibió a los de sonrisa tatuada con el sonido de las gaitas. Después de un recorrido a pie y de haber sido escoltados por la policía –en esta ocasión, por primera vez, no en calidad de detenidos- los de la palabra como patria se avalanzaron con pasos cavernarios a la comida, los refrescos y postres. La fiesta se había extendido al adoquín, las calles angostas, plazas y cafés de la pequeña ciudad. Pero ya no hubo oportunidad para el café. Había que partir de nuevo. Gijón, su banda, las autoridades, esperaban a poco más de 140 kilómetros más.
De nuevo los túneles y otra vez, en pasillos y asientos, de pie, charlando, soltando carcajadas que viajaban traviesas por todos los vagones, aquello fue de nuevo un hospital de orates. Y volvieron los chistes, las canciones de Escándalo, los diálogos cultos sobre la nada, la prosa, el cine y los versos que nadie escribió.
Y la oruga mascó rieles, como cada año, reestrenada, ufana, hasta Gijón, donde la música de la banda regional fue embestida por trabajadores y desempleados, que protestaron contra todo, incluso contra escritores y organizadores, a quienes les sacaron la cerilla con los sonidos estruendosos de silbatos y babucelas. Mejor forma de recibir a los de la Semana Negra no había: rijosos, acostumbrados a los actos antigubernamentales e insumisos, disfrutaron las mentadas de madre, las señas obscenas y las acusaciones de vividores que les hicieron. Y algunos, incluso, estuvieron a punto de unírseles.
Y Pacto Taibo 2 y compinches dijeron esto apenas empieza. Y exhaustos, primerizos de la Semana Negra y extasiados de tanta generosidad, se dispusieron a apresurar los pasos, contagiados, enfermos, demenciales, por la sobredosis de rieles y felicidad.
El tren estaba ahí, cual oruga de acero, pero de colores azul con blanco y un gris en la parte superior: el mitológico tren negro, imponente, respirando agitado como un toro en la fiesta de San Fermín, presto para comerse los rieles, hambriento de tragarse a las hormigas, esas que le aplaudían cuando lo sintieron avanzar y que estaban poblando, sentados, sus asientos y rincones.
Alguien gritó si era necesario empujar. Todos rieron. Las hormigas, con gafetes de autores y reporteros, mutaron y se convirtieron en avispas, y luego en bípedos de pelo largo, barbones, amezclillados, de lentes, con computadora portátil y cámara digital para tomar fotografía y video.
La felicidad les había tatuado una sonrisa y unos fanales encendidos en lugar de los ojos. El tren negro parecía traer en la delantera el letrero de la ruta: Madrid-Gijón-Felicidad y puntos intermedias, ida y vuelta.
Una vez arriba, con las maletas acomodadas y el sistema de aire acondicionado encendido, empezó el trajín. Y el monstruo de acero se movió lentamente. Y los empleados del ferrocarril, solícitos y contagiados, empezaron a caminar lentamente, mientras disparaban a corta distancia, A quemarropa, el periódico de la Semana Negra.
Varios cadáveres quedaron recostados en los cómodos asientos de algunos de los tres vagones: eran autores desvelados, boquiabiertos, de lentes oscuros para disimular el desvelo, despeinados pues no hubo tiempo para el baño, lívidos por ese hábito nocturno de buscarle el fondo a las botellas.
En poco tiempo aquello fue un manicomio: círculos de periodistas cantando el Cielito lindo, escritores y hacedores de tiras cómicas discutiendo sobre las dictaduras militares, prófugos de los versos rosas queriendo pintar los vagones de negro por dentro, sedientos y rijosos novelistas protagonizando escenas apocalípticas para alcanzar un pomo de agua fresca, bellas mujeres contando chistes de fluidos carnosos e inundantes, humo, densidad, carcajadas, besos al aire, hojas pegadas a los dedos de algún tímido lector.
Un hombre bajo, de corbata y un puñito de bellos blancos bajo el labio inferior empezó a contar a los que dormían pero estaban muertos y a los que sentados, idos, viajando a través de la ventanilla y la campiña madrileña, viajaban lejos. Era el saldo de la refriega. Y los chingazos apenas empezaban.
La máquina avanzó en velocidades de los 50 a los 120 kilómetros por hora. La película que aparecía en las amplias ventanas pasó de pequeñas comunidades a los verdes plantíos, de pequeñas poblaciones al pinar de las montañas, de antenas y cables y cintas de chapopote señalamientos viales a los arroyos y ríos.
Y el Tren Negro devorando rieles, mascando durmientes, degustando combustible, piedras policromáticas, tierra café que luego se hizo rojiza.
Cuando la oruga de acero traía en su silente y efectivo vientre alrededor de 400 kilómetros devorados y le dificultaban la digestión los casi 140 pasajeros, la estación de Mieres, entre cerros de un verde sempiterno y un río canturriante, recibió a los de sonrisa tatuada con el sonido de las gaitas. Después de un recorrido a pie y de haber sido escoltados por la policía –en esta ocasión, por primera vez, no en calidad de detenidos- los de la palabra como patria se avalanzaron con pasos cavernarios a la comida, los refrescos y postres. La fiesta se había extendido al adoquín, las calles angostas, plazas y cafés de la pequeña ciudad. Pero ya no hubo oportunidad para el café. Había que partir de nuevo. Gijón, su banda, las autoridades, esperaban a poco más de 140 kilómetros más.
De nuevo los túneles y otra vez, en pasillos y asientos, de pie, charlando, soltando carcajadas que viajaban traviesas por todos los vagones, aquello fue de nuevo un hospital de orates. Y volvieron los chistes, las canciones de Escándalo, los diálogos cultos sobre la nada, la prosa, el cine y los versos que nadie escribió.
Y la oruga mascó rieles, como cada año, reestrenada, ufana, hasta Gijón, donde la música de la banda regional fue embestida por trabajadores y desempleados, que protestaron contra todo, incluso contra escritores y organizadores, a quienes les sacaron la cerilla con los sonidos estruendosos de silbatos y babucelas. Mejor forma de recibir a los de la Semana Negra no había: rijosos, acostumbrados a los actos antigubernamentales e insumisos, disfrutaron las mentadas de madre, las señas obscenas y las acusaciones de vividores que les hicieron. Y algunos, incluso, estuvieron a punto de unírseles.
Y Pacto Taibo 2 y compinches dijeron esto apenas empieza. Y exhaustos, primerizos de la Semana Negra y extasiados de tanta generosidad, se dispusieron a apresurar los pasos, contagiados, enfermos, demenciales, por la sobredosis de rieles y felicidad.
9.7.10
La gran mentira: Steve Redwood
Sí, sí, me refiero a la Semana Negra. No es lo que parece. Es un complot para reunir a las mentes criminales más retorcidas del mundo, y sujetarlas a una especie de hipnotismo para que un día Los Titiriteros (y ya sé quienes son) chasqueen los dedos y tiren de las cuerdas, y como zombis estos ‘invitados’ se pongan a cometer los crímenes más atroces de la historia.
¿Creéis que estoy loco? Tengo pruebas. Muchas. Mis propios recuerdos, de 2008, son la prueba culminante. Lo que ‘recuerdo’ simplemente ¡no podría haber ocurrido!
El Tren Negro. ¡¡Un espejismo!! Detalles delatadores: en serio creéis que los vigilantes de RENFE dejarían entrar en un tren a una horda tan amenazante de rabiosos delincuentes? ‘Recuerdo’ que había una rueda de prensa en el mismo tren, y que me preguntaron a mi mis planes. ¡A mí! Un pez tan flaco que incluso las gambas no se molestan en comerme. La parada en Mieres. Gaiteros torturando sus pulmones mientras desfilamos por un puente como reyes. Imposible: no estamos en tiempos de Shelley, el loco ese que creía que los poetas eran los legisladores del mundo. Hoy en día, cualquier gaitero que se valiera empujaría a un escritor confieso al río! Fue sólo un sueño. La estación de Gijón – más músicos, una recepción con el mismísimo alcalde. Nada de eso es posible. Sueños inducidos de grandeza.
Hotel Don Manuel. ¡Tantos ‘recuerdos’! ¡Las mañanas, el bar o la terraza llenos de famosos que dejan que les tutees o les compres unas cañitas! Todo el día, escritores y soldados de plomo y dibujantes y periodistas (¡¡e incluso gente normal y corriente!!) pasando, charlando, cantando, emborrachando, planificando “murder most foul” en sus libros. ‘Recuerdo’ a un par de italianos majísimos (chico y chica, no ‘recuerdo’ sus nombres) haciendo entrevistas a todo el mundo, incluso al pez diminuto de ojos como platillos volantes que era yo, a una periodista de Valencia (¿Noelia?) mostrando interés por las ‘obras’ submarinas de este mismo pez … ¡Eso es lo que tenían en mente los revolucionarios franceses de 1789 – liberté, égalité, fraternité, y un poco de lluvia!
Las carpas de presentaciones. ¿Cuatro carcas sorbiendo agua mineral detrás de una mesa, induciendo sueño en los diez canosos oyentes y hablando interminablemente de la ‘gran importancia’ de sus obras…? De eso, nada. Cientos de personas, muchas de ellas gente en vacaciones, unos un poco borrachos, todos de buen humor, normal, que han entrado a ver qué pasaba. Enfrente, los fans, los lectores, disfrutando de la vida ‘real’ de Gijón y a la vez escuchando a los que les han regalado colores vibrantes a sus pesadillas, alas a sus imaginaciones... ¡Un ‘cocktail’ después’ y palabras de cortesía? ¡¡Ni hablar!! A veces el sonido de la gente bebiendo ahoga las palabras de los escritores – y eso, precisamente eso, es lo que da una magia a la cosa. O daría, si no fuera todo una alucinación…
Los visitantes a la SN. Se cifran en un millón. ¡Imposible! Se sabe a ciencia cierta que el ruido de sólo 100 españoles (¡¡o 69 argentinos!!) reunidos y algo bebidos es suficiente como para hacer temblar la tierra, o colapsar las carpas. Es un hecho probado que sólo un español puede aplaudir ruidosamente con una mano (los sufis no saben nada). ¿¿Un millón?? No, no, todo es espejismo. Sólo hay los conspiradores y nosotros, las víctimas…
Otros ‘recuerdos’ implantados… Librerías alrededor del Don Manuel, donde entraban sigilosamente los autores menos conocidos para sacar sus libros de los rincones perdidos para ponerlos encima de las pilas enormes de los malditos famosos. En mi caso, por lo general, mi libro sólo necesitaba media hora para llegar de nuevo al pie de la pila. La competencia era feroz.
George RR Martin. Que yo sepa nunca dejó de comer ni un minuto, pero firmó miles de libros y eligió en la espicha a la chica (de ocho competidores, todas monísimas) que mejor se había disfrazada como una personaje suya de su saga de hielo y fuego. Ningún ser humano puede comer sin parar y a la vez escribir como mil páginas al día – si no es hipnotizado.
Dos personajes particularmente siniestros patrullaron el Don Manuel, sicarios de Los Organizadores, supongo para estar seguros de que nadie se enterara de lo que realmente pasaba. Un tipo barbudo, que se hace llamar Carlos Salem, escondiendo el 666 marcado con fuego del infierno en su cráneo con una especie de paño o solideo negro, decía haber escrito una novela negra sobre un asesino en un campo nudista y otra sobre una hormiga, una cabra, y el mismísimo Rey de España disfrazado de mariachi que cuenta malos chistes. (¡¡Sí, sí, así de guasa fue el tío!! ¿¿Quién leería tales chorradas?? Creo que ese agente de los Amos andaba por ahí para asegurarse de que habíamos dejado de pensar.) Noté que la clientela del Don Manuel menguaba conforme pasaron los días… El otro, Miguel Cane, daba incluso más miedo por su aparente inocuidad. Se paseaba con lo que a primera vista parecía ser una perrita con el nombre de Audrey, y me hizo recordar al jefe de SPECTRE en los pelis de James Bond. Luego, me di cuenta que posiblemente esta criatura fue precisamente uno de los alienígenas que habían montado todo eso – es verdad que en La guía del autostopista de la galaxia de Douglas Adams aprendimos que eran los ratones los que eran los verdaderos dueños del mundo, pero creo que eso fue una farol: la tal Audrey tenía pinta de asesina de civilizaciones enteras.
Cometieron otros errores. Por ejemplo, Diego el traductor. Claramente de otro planeta. Ningún ser humano puede escuchar a un escritor canadiense o norteamericano hablar 15 minutos, y después reproducir el contenido palabra por palabra, incluso tono por tono, de su discurso.
¿Y cómo puede ser verdad que cierto escritor sureño bastante famoso leyera en voz alta a orillas del mar sus propias poesías para engatusar a una inocente francesita..? No, no, sueños sobre sueños…
Una vez, los cerebros no humanos detrás de todo eso se revelaron descaradamente. Hubo una mesa redonda sobre - ¡os lo imagináis! – Monstruos, y un grupo de personas repitieron una y otra vez que “los monstruos somos nosotros”. Incluso ahora cuando recuerdo las caras intensas de los tertulianos empiezo a temblar…
Vale, decís, y según tú, quién estará detrás de todo eso??
Admito que al principio sospeché de los de Asturcon (los escritores de la CF, fantasía, etc.). A fin de cuentas son lo suficientemente estrafalarios como para ser ellos mismos unos alienígenas. Pero ahora me inclino por pensar que no, que son un red herring: un ardid para distraernos de la espeluznante verdad, unas personas inocentes, amables, inofensivas, un poco chifladas, puestas allí como unas buenas fresas sonrojadas para esconder la fruta podrida en el fondo en la cesta.
¿¿¿¿¿¿¿¿Esconder???????? No, aquí está el truco, ¡¡¡los verdaderos criminales no se esconden!!! Han aprendido de La carta robada de Poe. La verdad es tan obvia, tan irónica... Los titiriteros se muestran como tal. ¡¡Los organizadores.!! ¡Son alienígenas! No me cabe la menor duda. Pensad un poco. ¿No recordáis haber visto a Elia, a Cristina, a Marisa, a Paco, a muchos más, en cinco lugares distintos AL MISMO TIEMPO? ¿Presentando a mil autores a la vez en carpas diferentes? ¿Las primeras dos escondidas en sendas nubes de humo (por aquel entonces no se habían deshecho de su vicio de fumar)? Un amigo mío cree que manipulan el tiempo, que lo paran para los demás, cambian de lugar, arrancan el tiempo otra vez, y nosotros elegimos creer que se han podido mover más rápido que Rajoy eludiendo una pregunta directa sobre sus planes para la economía. Pero yo digo que si fuera así, nada más empezar de nuevo el tiempo, todo el mundo correría en tropel a los servicios, porque es obvio que si bebes diez cañas (lo que en la SN equivale a ser abstemio) y el tiempo se para tres horas, el líquido bebido habrá tenido tiempo (aunque no hay tiempo: no me miréis a mí, pregunta a los asturconianos) más que suficiente para mosquear y mucho a las atribuladas uretras. Como he dicho antes, no creo que cambien el tiempo, sino que simplemente nos hipnotizan.
Claro, al darme cuenta de lo que pasaba, tenía mucho miedo a volver al año siguiente y tuve que fingir que había dañado la espalda poniéndome un calcetín para no volver a poner mi cabeza en la soga en 2009.
Este año, no sé como las voy a arreglar. Mi buena amiga Espe, como favor personal, ha propiciado una huelga en el Metro de Madrid, espero con esa treta salvar el pellejo aduciendo que no puedo llegar a la Estación Negra…
Pero, no. Sé que me estoy engañando. Sé que voy a ir, que tengo que ir, que me atrae una fuerza más potente que mí simple deseo de sobrevivir. La última prueba de lo que voy diciendo, de que estamos hechizados, esclavizados. Sí, Carlos, todos los caminos son de ida, no hay retorno posible. Los Alienígenas Negros llaman, y no hay nadie que pueda resistir.
Como le dijo el Capitán Oates al Capitán Scott en 1912: “I am just going outside and may be some time.”
¿Creéis que estoy loco? Tengo pruebas. Muchas. Mis propios recuerdos, de 2008, son la prueba culminante. Lo que ‘recuerdo’ simplemente ¡no podría haber ocurrido!
El Tren Negro. ¡¡Un espejismo!! Detalles delatadores: en serio creéis que los vigilantes de RENFE dejarían entrar en un tren a una horda tan amenazante de rabiosos delincuentes? ‘Recuerdo’ que había una rueda de prensa en el mismo tren, y que me preguntaron a mi mis planes. ¡A mí! Un pez tan flaco que incluso las gambas no se molestan en comerme. La parada en Mieres. Gaiteros torturando sus pulmones mientras desfilamos por un puente como reyes. Imposible: no estamos en tiempos de Shelley, el loco ese que creía que los poetas eran los legisladores del mundo. Hoy en día, cualquier gaitero que se valiera empujaría a un escritor confieso al río! Fue sólo un sueño. La estación de Gijón – más músicos, una recepción con el mismísimo alcalde. Nada de eso es posible. Sueños inducidos de grandeza.
Hotel Don Manuel. ¡Tantos ‘recuerdos’! ¡Las mañanas, el bar o la terraza llenos de famosos que dejan que les tutees o les compres unas cañitas! Todo el día, escritores y soldados de plomo y dibujantes y periodistas (¡¡e incluso gente normal y corriente!!) pasando, charlando, cantando, emborrachando, planificando “murder most foul” en sus libros. ‘Recuerdo’ a un par de italianos majísimos (chico y chica, no ‘recuerdo’ sus nombres) haciendo entrevistas a todo el mundo, incluso al pez diminuto de ojos como platillos volantes que era yo, a una periodista de Valencia (¿Noelia?) mostrando interés por las ‘obras’ submarinas de este mismo pez … ¡Eso es lo que tenían en mente los revolucionarios franceses de 1789 – liberté, égalité, fraternité, y un poco de lluvia!
Las carpas de presentaciones. ¿Cuatro carcas sorbiendo agua mineral detrás de una mesa, induciendo sueño en los diez canosos oyentes y hablando interminablemente de la ‘gran importancia’ de sus obras…? De eso, nada. Cientos de personas, muchas de ellas gente en vacaciones, unos un poco borrachos, todos de buen humor, normal, que han entrado a ver qué pasaba. Enfrente, los fans, los lectores, disfrutando de la vida ‘real’ de Gijón y a la vez escuchando a los que les han regalado colores vibrantes a sus pesadillas, alas a sus imaginaciones... ¡Un ‘cocktail’ después’ y palabras de cortesía? ¡¡Ni hablar!! A veces el sonido de la gente bebiendo ahoga las palabras de los escritores – y eso, precisamente eso, es lo que da una magia a la cosa. O daría, si no fuera todo una alucinación…
Los visitantes a la SN. Se cifran en un millón. ¡Imposible! Se sabe a ciencia cierta que el ruido de sólo 100 españoles (¡¡o 69 argentinos!!) reunidos y algo bebidos es suficiente como para hacer temblar la tierra, o colapsar las carpas. Es un hecho probado que sólo un español puede aplaudir ruidosamente con una mano (los sufis no saben nada). ¿¿Un millón?? No, no, todo es espejismo. Sólo hay los conspiradores y nosotros, las víctimas…
Otros ‘recuerdos’ implantados… Librerías alrededor del Don Manuel, donde entraban sigilosamente los autores menos conocidos para sacar sus libros de los rincones perdidos para ponerlos encima de las pilas enormes de los malditos famosos. En mi caso, por lo general, mi libro sólo necesitaba media hora para llegar de nuevo al pie de la pila. La competencia era feroz.
George RR Martin. Que yo sepa nunca dejó de comer ni un minuto, pero firmó miles de libros y eligió en la espicha a la chica (de ocho competidores, todas monísimas) que mejor se había disfrazada como una personaje suya de su saga de hielo y fuego. Ningún ser humano puede comer sin parar y a la vez escribir como mil páginas al día – si no es hipnotizado.
Dos personajes particularmente siniestros patrullaron el Don Manuel, sicarios de Los Organizadores, supongo para estar seguros de que nadie se enterara de lo que realmente pasaba. Un tipo barbudo, que se hace llamar Carlos Salem, escondiendo el 666 marcado con fuego del infierno en su cráneo con una especie de paño o solideo negro, decía haber escrito una novela negra sobre un asesino en un campo nudista y otra sobre una hormiga, una cabra, y el mismísimo Rey de España disfrazado de mariachi que cuenta malos chistes. (¡¡Sí, sí, así de guasa fue el tío!! ¿¿Quién leería tales chorradas?? Creo que ese agente de los Amos andaba por ahí para asegurarse de que habíamos dejado de pensar.) Noté que la clientela del Don Manuel menguaba conforme pasaron los días… El otro, Miguel Cane, daba incluso más miedo por su aparente inocuidad. Se paseaba con lo que a primera vista parecía ser una perrita con el nombre de Audrey, y me hizo recordar al jefe de SPECTRE en los pelis de James Bond. Luego, me di cuenta que posiblemente esta criatura fue precisamente uno de los alienígenas que habían montado todo eso – es verdad que en La guía del autostopista de la galaxia de Douglas Adams aprendimos que eran los ratones los que eran los verdaderos dueños del mundo, pero creo que eso fue una farol: la tal Audrey tenía pinta de asesina de civilizaciones enteras.
Cometieron otros errores. Por ejemplo, Diego el traductor. Claramente de otro planeta. Ningún ser humano puede escuchar a un escritor canadiense o norteamericano hablar 15 minutos, y después reproducir el contenido palabra por palabra, incluso tono por tono, de su discurso.
¿Y cómo puede ser verdad que cierto escritor sureño bastante famoso leyera en voz alta a orillas del mar sus propias poesías para engatusar a una inocente francesita..? No, no, sueños sobre sueños…
Una vez, los cerebros no humanos detrás de todo eso se revelaron descaradamente. Hubo una mesa redonda sobre - ¡os lo imagináis! – Monstruos, y un grupo de personas repitieron una y otra vez que “los monstruos somos nosotros”. Incluso ahora cuando recuerdo las caras intensas de los tertulianos empiezo a temblar…
Vale, decís, y según tú, quién estará detrás de todo eso??
Admito que al principio sospeché de los de Asturcon (los escritores de la CF, fantasía, etc.). A fin de cuentas son lo suficientemente estrafalarios como para ser ellos mismos unos alienígenas. Pero ahora me inclino por pensar que no, que son un red herring: un ardid para distraernos de la espeluznante verdad, unas personas inocentes, amables, inofensivas, un poco chifladas, puestas allí como unas buenas fresas sonrojadas para esconder la fruta podrida en el fondo en la cesta.
¿¿¿¿¿¿¿¿Esconder???????? No, aquí está el truco, ¡¡¡los verdaderos criminales no se esconden!!! Han aprendido de La carta robada de Poe. La verdad es tan obvia, tan irónica... Los titiriteros se muestran como tal. ¡¡Los organizadores.!! ¡Son alienígenas! No me cabe la menor duda. Pensad un poco. ¿No recordáis haber visto a Elia, a Cristina, a Marisa, a Paco, a muchos más, en cinco lugares distintos AL MISMO TIEMPO? ¿Presentando a mil autores a la vez en carpas diferentes? ¿Las primeras dos escondidas en sendas nubes de humo (por aquel entonces no se habían deshecho de su vicio de fumar)? Un amigo mío cree que manipulan el tiempo, que lo paran para los demás, cambian de lugar, arrancan el tiempo otra vez, y nosotros elegimos creer que se han podido mover más rápido que Rajoy eludiendo una pregunta directa sobre sus planes para la economía. Pero yo digo que si fuera así, nada más empezar de nuevo el tiempo, todo el mundo correría en tropel a los servicios, porque es obvio que si bebes diez cañas (lo que en la SN equivale a ser abstemio) y el tiempo se para tres horas, el líquido bebido habrá tenido tiempo (aunque no hay tiempo: no me miréis a mí, pregunta a los asturconianos) más que suficiente para mosquear y mucho a las atribuladas uretras. Como he dicho antes, no creo que cambien el tiempo, sino que simplemente nos hipnotizan.
Claro, al darme cuenta de lo que pasaba, tenía mucho miedo a volver al año siguiente y tuve que fingir que había dañado la espalda poniéndome un calcetín para no volver a poner mi cabeza en la soga en 2009.
Este año, no sé como las voy a arreglar. Mi buena amiga Espe, como favor personal, ha propiciado una huelga en el Metro de Madrid, espero con esa treta salvar el pellejo aduciendo que no puedo llegar a la Estación Negra…
Pero, no. Sé que me estoy engañando. Sé que voy a ir, que tengo que ir, que me atrae una fuerza más potente que mí simple deseo de sobrevivir. La última prueba de lo que voy diciendo, de que estamos hechizados, esclavizados. Sí, Carlos, todos los caminos son de ida, no hay retorno posible. Los Alienígenas Negros llaman, y no hay nadie que pueda resistir.
Como le dijo el Capitán Oates al Capitán Scott en 1912: “I am just going outside and may be some time.”
8.7.10
Primera vez...: Miguel Cane
Uno nunca sabe cuándo le va a cambiar la vida y es hasta después, cuando ya ha ocurrido, que se recurre a esa sórdida vendimia que es la memoria para identificar los momentos que llevan a ese sendero que se bifurca. En este caso, podría decir que mi vida cambió en el verano de 2004, cuando tenía recién cumplidos los treinta.
El primer momento fue en la casa mexicana de Paco Ignacio Taibo I y su esposa, Maricarmen, durante una comida. En la sobremesa, ella , que ha sido una de las amigas más deinitivas de mi vida, me hizo la invitación a acompañarles en su anual visita a Gijón, con el motivo de Semana Negra. Paco necesitaría un amanuense durante su estancia y dado que como autónomo lo que yo más tenía a mi disposición era tiempo, ¿me interesaría hacerlo?
No necesito aclarar que en mi carrera en la letra impresa, como periodista (que es como me gano el pan) y, más subrepticiamente, como escritor, todo lo que soy se lo debo en gran parte al jefe (como cariñosamente llamábamos a Taibo I). Accedí y fue de ese modo que me encontré en *tournee* europea, una especie de Fräulein Maria cruzada con Bartleby el escribiente.
Llegamos a Madrid el 6 de julio de 2004. Yo no conocía España, aún si tengo incluso lazos genealógicos que me unen a esta tierra –específicamente, a Asturias, aunque las ramas del árbol sean tan lejanas en quinta generación, que ya no existen- así que me encontré de pronto en un territorio desconocido y hasta intimidante. Aunque no lo crean, uno es muy tímido. La noche siguiente, en un hotel de la estación de Chamartín, de donde parte el Tren Negro, vi llegar al contingente de escritores y prensa que conformaría el *entourage*. Por circunstancias del azar, que me gustaría poder llamar Austerianas, acabé como partícipe de una cena multitudinaria, rodeado de gente que no conocía de nada y que, inesperadamente, se volvería significativa en mi futuro.
La siguiente instantánea del cambio de vida, ocurre a bordo del tren, en un trayecto largo por paisajes que no había visto jamás, que me capturaron de inmediato. Así fue como descubrí Gijón: con cielos blancos completamente, con los arcos de Marqués de San Esteban cobijándome en mi camino a Playa Poniente, cada mañana; con San Pedro contemplando serenamente al mar y con la algarabía de las carpas en el Isabel La Católica.
Conforme se fueron estrechando lazos con mis nuevos amigos, un poco con tiento y perplejidad, otro poco con la exaltación que causa el inexplicable encuentro fortuito con gente que será afecto inestimable para uno, también creció mi atracción por la ciudad; responsable de este *affair* amoroso con Gijón fue el Jefe, que me llevó una mañana a conocer Cimadevilla y los lugares donde surgió su perdurable noviazgo con su compañera de vida, así como las termas romanas y la casa natal del prócer Jovellanos, la Colegiata y el Elogio del Horizonte.
Cuando recuerdo el verano del 2004, inevitablemente entran en mi cabeza, como la noche o como río caudaloso, como plata que se vierte, una serie de momentos vividos aquí: amigos que hice, edificios y plazas, terrazas para el vermú, costumbres, ritos, comidas, cenas; la feria que es la Semana, la guerra secreta gaviotas *versus* palomas, e inevitablemente, los Super Ratones haciendo versiones de Los Kinks en la carpa del Savoy una noche de lluvia.
El verano terminó para mí en soledad, en San Lorenzo, el día que regresaba a México a continuar mi vida, viendo el amanecer. Pensé entonces que no volvería más a esta villa y quise retenerla en mi mente como estaba, mantenerla intacta como *souvenir*.
Pero volví.
Y volví otra vez y otra.
Ahora vivo en un ático en La Arena y camino seguido por el muro. Mientras lo hago, pienso que mi vida cambió mucho en estos pocos años, y todo deriva de ese verano, de esos cómplices magníficos que me han recibido, mostrándome el sendero para encontrar, paso a paso, calle por calle, esta ciudad que me eligió, igual que yo a ella.
El primer momento fue en la casa mexicana de Paco Ignacio Taibo I y su esposa, Maricarmen, durante una comida. En la sobremesa, ella , que ha sido una de las amigas más deinitivas de mi vida, me hizo la invitación a acompañarles en su anual visita a Gijón, con el motivo de Semana Negra. Paco necesitaría un amanuense durante su estancia y dado que como autónomo lo que yo más tenía a mi disposición era tiempo, ¿me interesaría hacerlo?
No necesito aclarar que en mi carrera en la letra impresa, como periodista (que es como me gano el pan) y, más subrepticiamente, como escritor, todo lo que soy se lo debo en gran parte al jefe (como cariñosamente llamábamos a Taibo I). Accedí y fue de ese modo que me encontré en *tournee* europea, una especie de Fräulein Maria cruzada con Bartleby el escribiente.
Llegamos a Madrid el 6 de julio de 2004. Yo no conocía España, aún si tengo incluso lazos genealógicos que me unen a esta tierra –específicamente, a Asturias, aunque las ramas del árbol sean tan lejanas en quinta generación, que ya no existen- así que me encontré de pronto en un territorio desconocido y hasta intimidante. Aunque no lo crean, uno es muy tímido. La noche siguiente, en un hotel de la estación de Chamartín, de donde parte el Tren Negro, vi llegar al contingente de escritores y prensa que conformaría el *entourage*. Por circunstancias del azar, que me gustaría poder llamar Austerianas, acabé como partícipe de una cena multitudinaria, rodeado de gente que no conocía de nada y que, inesperadamente, se volvería significativa en mi futuro.
La siguiente instantánea del cambio de vida, ocurre a bordo del tren, en un trayecto largo por paisajes que no había visto jamás, que me capturaron de inmediato. Así fue como descubrí Gijón: con cielos blancos completamente, con los arcos de Marqués de San Esteban cobijándome en mi camino a Playa Poniente, cada mañana; con San Pedro contemplando serenamente al mar y con la algarabía de las carpas en el Isabel La Católica.
Conforme se fueron estrechando lazos con mis nuevos amigos, un poco con tiento y perplejidad, otro poco con la exaltación que causa el inexplicable encuentro fortuito con gente que será afecto inestimable para uno, también creció mi atracción por la ciudad; responsable de este *affair* amoroso con Gijón fue el Jefe, que me llevó una mañana a conocer Cimadevilla y los lugares donde surgió su perdurable noviazgo con su compañera de vida, así como las termas romanas y la casa natal del prócer Jovellanos, la Colegiata y el Elogio del Horizonte.
Cuando recuerdo el verano del 2004, inevitablemente entran en mi cabeza, como la noche o como río caudaloso, como plata que se vierte, una serie de momentos vividos aquí: amigos que hice, edificios y plazas, terrazas para el vermú, costumbres, ritos, comidas, cenas; la feria que es la Semana, la guerra secreta gaviotas *versus* palomas, e inevitablemente, los Super Ratones haciendo versiones de Los Kinks en la carpa del Savoy una noche de lluvia.
El verano terminó para mí en soledad, en San Lorenzo, el día que regresaba a México a continuar mi vida, viendo el amanecer. Pensé entonces que no volvería más a esta villa y quise retenerla en mi mente como estaba, mantenerla intacta como *souvenir*.
Pero volví.
Y volví otra vez y otra.
Ahora vivo en un ático en La Arena y camino seguido por el muro. Mientras lo hago, pienso que mi vida cambió mucho en estos pocos años, y todo deriva de ese verano, de esos cómplices magníficos que me han recibido, mostrándome el sendero para encontrar, paso a paso, calle por calle, esta ciudad que me eligió, igual que yo a ella.
7.7.10
¿Pero esto qué es?: Marc Fernández
La Semaine Noire, o sea, la Semana Negra en francés. Francia, país del polar y del roman noir, con más de 45 festivales cada año dedicados al género negro. Pero ninguno como el de Gijón, eso no. Porque la Semana es otra cosa, algo que uno no se puede imaginar. Sobre todo de este lado de los Pirineos, donde muchos piensan que mezclar la cultura con una fiesta popular no se hace (solo hay que ver lo aburrido que es el Salón del Libro o algunos encuentros con autores franceses para huir corriendo).
Mi primera Semana Negra fue en 2003. Tras entrevistar a Paco Taibo II en París en un frio mes de diciembre del 2002, le pregunte cómo un periodista de Francia podía cubrir este festival tan raro del que casi nadie había oído hablar en las redacciones parisinas. “Dame tus datos y te apuntamos. Solo tienes que estar en Madrid a la fecha indicada y te subes al tren negro”, me dijo con una sonrisa. Nos miramos sorprendidos, con Paolo, el fotógrafo que me acompañaba, acostumbrados que estábamos a rellenar papeles y acreditaciones para justificar que éramos periodistas y poder entrar en los diferentes festivales franceses.
Varios meses después, recibía un mail de la organización de la Semana Negra preguntándome cuando llegaba. Primera sorpresa. Dirección Gijón, mejor dicho Madrid para empezar con el tren. Segunda sorpresa. ¿Donde estoy? ¿En un encuentro de amigos locos o en un festival de literatura? Risas, abrazos, esto parecía más una familia que se iba de vacaciones que autores que iban a debatir de temas tan serios como la historia en las novelas, las drogas o los zómbies. Fue una experiencia única, sobre todo por la gente encantadora, el ambiente, el Don Manuel por las noches, los contactos que se convirtieron rápidamente en amigos. Al finalizar este primer viaje, me apunte a todas porque la Semana es como una droga, cuando la pruebas, te engancha. Desde este verano del 2003, al llegar el mes de junio, la impaciencia me invade, espero las primeras noticias de Gijón con las fechas, los primeros invitados, el programa.
Trás esta primera vez, el reto era publicar un amplio reportaje sobre la Semana Negra en la prensa francesa. Y fue más complicado que lo que me imaginaba. Me enfrentaba a unos redactores jefes cerrados. “¿Pero esto qué es?” me preguntaban mirando las fotos y escuchando mis explicaciones. “A ver, ¿cómo pueden hablar de libros en medio de una feria? La literatura es algo serio.” Durante varios meses esta fue la respuesta. Menos mal que algunos responsables de revistas se arriesgaron, primero en publicar una nota, después en aceptar crónicas diarias desde Gijón y, finalmente, en abrir varias páginas al tema de la Semana Negra.
De todos modos, sé una cosa: que publique o no, cada mes de julio me toca estar en Gijón. Porque ahí están mis amigos semaneros. Tenemos una cita anual y no me la perdería por nada. Vive la Semaine noire !
6.7.10
23 semanas negras 23: Boby
Dicen los patriarcas en las bodas gitanas que lo mejor que le puede ocurrir a los matrimonios es un mal comienzo, que esto será un presagio de que la relación llegará lejos.
Pues bien, nuestra experiencia en la 1ª Semana Negra, no pudo ser más tormentosa. Era un domingo caluroso de junio cuando sobre las 4 de la tarde en el puerto de El Musel se desataron todos los infiernos.
Yo, que nací en la Castilla profunda, pude comprobar de primera mano qué era eso de La Galerna del Cantábrico de la que había oído contar terribles historias a mis parientes del pueblo marinero de Candás.
El “pedazo escenario” de 18 por 12 metros y con cuatro contrapesos de hormigón de a tonelada cada uno, estaba orientado al norte a barlovento. Nuestros flamantes nuevos equipos de sonido e iluminación ubicados y posicionados en perfecto estado de revista para la prueba de sonido, cuando en principio cayeron unas enormes gotas de agua extrañamente cálidas para a continuación iniciarse la tormenta acompañada de un viento racheado y huracanado.
El escenario tenia las lonas amarradas, hizo de vela y comenzó primero a retroceder para luego levantarse de la parte frontal y caer al suelo repetidas veces con un más que “acojonante ruido” haciendo que todos los juguetes (altavoces, mesas de mezclas, focos de iluminación, micrófonos etc.) se fueran al suelo, alguno desde 6 metros de altura.
Por aquel entonces, todavía estaba con nosotros el entrañable Tomás Asueta, que con un alarde de responsabilidad o todo lo contrario, se armo de navaja y jugándose el tipo comenzó a cortar las cuerdas que sujetaban las lonas, gracias también a que Luis Cascallana y Basi responsables del espacio musical de la FMC que “pasaban por allí” y no dudaron en arrimar el hombro jugándose el bigote, se pudo evitar el desastre.
No terminaría ahí nuestra Semana Negra. Habíamos estrenado un flamante equipo de audio DAS acabado en un elegante color gris perla pues bien, inexplicablemente, fue cambiando a un horripilante verde caqui debido a la reacción con el mineral de hierro que se estaba descargando día y noche en el Puerto del Musel.
Aun así mis recuerdos de aquella primera edición, están cargados de imágenes y vivencias únicas.
Como esas imborrables escenas de coches de época de las que salían unos gángsteres muy profesionales que dejaban con la boca abierta a paseantes y a currantes.
Con el filtro del tiempo transcurrido y la perspectiva que dan estos 23 años, lo que resaltaría es la enorme ilusión colectiva de los diferentes equipos de trabajo, y aquella sinergia tan positiva, propiciada por ese chamán con ADN de trasgu que tenemos como director.
Gracias por la sobredosis de confianza.
Pues bien, nuestra experiencia en la 1ª Semana Negra, no pudo ser más tormentosa. Era un domingo caluroso de junio cuando sobre las 4 de la tarde en el puerto de El Musel se desataron todos los infiernos.
Yo, que nací en la Castilla profunda, pude comprobar de primera mano qué era eso de La Galerna del Cantábrico de la que había oído contar terribles historias a mis parientes del pueblo marinero de Candás.
El “pedazo escenario” de 18 por 12 metros y con cuatro contrapesos de hormigón de a tonelada cada uno, estaba orientado al norte a barlovento. Nuestros flamantes nuevos equipos de sonido e iluminación ubicados y posicionados en perfecto estado de revista para la prueba de sonido, cuando en principio cayeron unas enormes gotas de agua extrañamente cálidas para a continuación iniciarse la tormenta acompañada de un viento racheado y huracanado.
El escenario tenia las lonas amarradas, hizo de vela y comenzó primero a retroceder para luego levantarse de la parte frontal y caer al suelo repetidas veces con un más que “acojonante ruido” haciendo que todos los juguetes (altavoces, mesas de mezclas, focos de iluminación, micrófonos etc.) se fueran al suelo, alguno desde 6 metros de altura.
Por aquel entonces, todavía estaba con nosotros el entrañable Tomás Asueta, que con un alarde de responsabilidad o todo lo contrario, se armo de navaja y jugándose el tipo comenzó a cortar las cuerdas que sujetaban las lonas, gracias también a que Luis Cascallana y Basi responsables del espacio musical de la FMC que “pasaban por allí” y no dudaron en arrimar el hombro jugándose el bigote, se pudo evitar el desastre.
No terminaría ahí nuestra Semana Negra. Habíamos estrenado un flamante equipo de audio DAS acabado en un elegante color gris perla pues bien, inexplicablemente, fue cambiando a un horripilante verde caqui debido a la reacción con el mineral de hierro que se estaba descargando día y noche en el Puerto del Musel.
Aun así mis recuerdos de aquella primera edición, están cargados de imágenes y vivencias únicas.
Como esas imborrables escenas de coches de época de las que salían unos gángsteres muy profesionales que dejaban con la boca abierta a paseantes y a currantes.
Con el filtro del tiempo transcurrido y la perspectiva que dan estos 23 años, lo que resaltaría es la enorme ilusión colectiva de los diferentes equipos de trabajo, y aquella sinergia tan positiva, propiciada por ese chamán con ADN de trasgu que tenemos como director.
Gracias por la sobredosis de confianza.
5.7.10
Friki salido del armario: Sergi Viciana
Un amigo dice que yo era un friki camuflado. Leía géneros y (¡oh, dios!), incluso hubo un tiempo en que pintaba figuritas de Warhammer. Pero no iba a eventos, mis amigos no entendían mis aficiones. Afortunadamente, eso ha cambiado. De hecho, ha cambiado tanto que incluso fui el año pasado a la Semana Negra.
¡Gracias a Crom que lo hice! Es posible que alguien esté leyendo esto sin haber ido nunca. Sólo puedo decirle una cosa: ¡abre ahora mismo otra ventana y cómprate un billete de tren o de avión! Qué, ¿no me haces caso? Allá tú, porque la experiencia realmente merece la pena. Están las conferencias, las mesas redondas, las presentaciones y demás, claro. Algunas realmente interesantes, otras en las que te sorprendes de la capacidad de la gente para decir tonterías y parecer seria (aún recuerdo una mesa del año pasado en la que Elia Barceló casi se come a un tipo, y eso que era la moderadora). Pero lo mejor no es eso, ni mucho menos. Los actos, me refiero, no ver a Elia fulminar con la mirada a un patán, aunque también. Lo mejor es que la Semana Negra es un lugar de encuentro (¿he escrito yo eso? ¡Ay, dios!). Es un sitio en el que se cruzan cientos de personas con intereses parecidos, y en el que todo el mundo es de fuera (incluso los que no lo son), así que a todos se les trata como amigos de toda la vida. Es un sitio en el que, de repente, te encuentras tomando un café con alguien a quien dos días antes idolatrabas, y ahora te habla como si tal cosa. Porque creo que la Semana Negra va de eso: de hablar con cualquiera, porque con cualquiera tienes puntos en común. Porque puedes estar hablando media hora sobre zombis con un canario que sólo estaba sentado junto a ti en un grupo de quince, y acabar descubriendo que es Víctor Conde y recién ha sacado un libro sobre... sí: sobre zombis.
En la Semana Negra hay mucha gente, pero en realidad es un sitio pequeño. Sí, ya sé que el mundo es pequeño, y que es un pañuelo, y que seis grados de separación y bla, bla, bla. Pero es que en Gijón todo el mundo se conoce. No importa a quién quieras que te presenten, sólo dilo, porque seguro que tienes un amigo en común. Y si no, en un par de días lo tendrás. O le conocerás directamente tú y se apuntará a tu grupo para ir a de mariscada por la noche.
Bueno, vale. Lo reconozco. Hay algo más que me hace volver este año a Gijón. La comida. En Gijón pasa algo que aquí en Barcelona, donde vivo, no pasa: puedes entrar en un restaurante al azar, sin mirar ni el nombre, y comerás bien. Durante la Semana Negra, además, es más que probable que estés rodeado de otros como tú. De hecho, tienes que tener cuidado o acabarás perdiéndote esa charla sobre, digamos, la poética neogótica en la novela negra irlandesa actual (¡Son tus gustos, a mi no me mires!), porque la sobremesa se te alarga tres o cuatro horas charlando con dos señores de Burgos que has conocido por la mañana. Y tomándote un carajillo de anís, como dios manda.
Por cierto, aviso para navegantes: los carajillos en Gijón se sirven con flotador, por si te caes dentro.
¡Gracias a Crom que lo hice! Es posible que alguien esté leyendo esto sin haber ido nunca. Sólo puedo decirle una cosa: ¡abre ahora mismo otra ventana y cómprate un billete de tren o de avión! Qué, ¿no me haces caso? Allá tú, porque la experiencia realmente merece la pena. Están las conferencias, las mesas redondas, las presentaciones y demás, claro. Algunas realmente interesantes, otras en las que te sorprendes de la capacidad de la gente para decir tonterías y parecer seria (aún recuerdo una mesa del año pasado en la que Elia Barceló casi se come a un tipo, y eso que era la moderadora). Pero lo mejor no es eso, ni mucho menos. Los actos, me refiero, no ver a Elia fulminar con la mirada a un patán, aunque también. Lo mejor es que la Semana Negra es un lugar de encuentro (¿he escrito yo eso? ¡Ay, dios!). Es un sitio en el que se cruzan cientos de personas con intereses parecidos, y en el que todo el mundo es de fuera (incluso los que no lo son), así que a todos se les trata como amigos de toda la vida. Es un sitio en el que, de repente, te encuentras tomando un café con alguien a quien dos días antes idolatrabas, y ahora te habla como si tal cosa. Porque creo que la Semana Negra va de eso: de hablar con cualquiera, porque con cualquiera tienes puntos en común. Porque puedes estar hablando media hora sobre zombis con un canario que sólo estaba sentado junto a ti en un grupo de quince, y acabar descubriendo que es Víctor Conde y recién ha sacado un libro sobre... sí: sobre zombis.
En la Semana Negra hay mucha gente, pero en realidad es un sitio pequeño. Sí, ya sé que el mundo es pequeño, y que es un pañuelo, y que seis grados de separación y bla, bla, bla. Pero es que en Gijón todo el mundo se conoce. No importa a quién quieras que te presenten, sólo dilo, porque seguro que tienes un amigo en común. Y si no, en un par de días lo tendrás. O le conocerás directamente tú y se apuntará a tu grupo para ir a de mariscada por la noche.
Bueno, vale. Lo reconozco. Hay algo más que me hace volver este año a Gijón. La comida. En Gijón pasa algo que aquí en Barcelona, donde vivo, no pasa: puedes entrar en un restaurante al azar, sin mirar ni el nombre, y comerás bien. Durante la Semana Negra, además, es más que probable que estés rodeado de otros como tú. De hecho, tienes que tener cuidado o acabarás perdiéndote esa charla sobre, digamos, la poética neogótica en la novela negra irlandesa actual (¡Son tus gustos, a mi no me mires!), porque la sobremesa se te alarga tres o cuatro horas charlando con dos señores de Burgos que has conocido por la mañana. Y tomándote un carajillo de anís, como dios manda.
Por cierto, aviso para navegantes: los carajillos en Gijón se sirven con flotador, por si te caes dentro.
2.7.10
Apología de la reincidencia: Txani Rodríguez
En el milenarista verano de 2000, yo trabajaba en La Montaña Mágica, un programa cultural que, con permiso del fútbol y demás acontecimientos deportivos, se emitía en Radio Euskadi durante las tardes de los fines de semana. La directora del espacio, Iratxe Fresneda, me sugirió la posibilidad de cubrir un evento literario, cuyo nombre me resultaba vagamente familiar, que se celebraba en Asturias. Acepté la propuesta, nos pusimos en contacto con la organización y, al cabo de unas semanas, me encontré en medio de ese jaleo extraordinario dirigido por Paco Ignacio Taibo II que es la Semana Negra de Gijón. Desde entonces, no he dejado de acudir a esta cita con la literatura y la fiesta y, año a año, he instaurado en mi calendario una personalísima romería informativa a la que acudo con laica devoción. Este mes de julio regresaré por décima vez; será la mía una reincidencia de números redondos, una obstinación de aniversario, un ensañamiento feliz.
La tarde de verano en la que, con el equipo de grabación colgado del hombro, me dirigí por primera vez hacia el recinto de la Semana, confiaba en encontrarme una plácida feria del libro en la que se sucedieran interesantes presentaciones y mesas redondas protagonizadas por el género negro. Escritores, libros, conferencias... ¿quizá ofrecieran té en las pausas? Evidentemente, había cometido un pequeño error de concepto y de dimensiones. Estaba a punto de descubrir lo que la Semana Negra era en realidad: una reunión tumultuosa de norias gigantes, churrerías, puestos de artesanía y caipiriñas, pulperías, conciertos y, por supuesto, literatura. La oferta era amplia y diversa y comprendí que el visitante podría, en función de sus intereses, confeccionarse una jornada estrictamente cultural o combinarla con otro tipo de actividades menos culturales pero igualmente apetecibles. La propuesta que latía entre mojitos y novelas negras se trasladaba con nitidez: no hay por qué ponerse solemnes para hablar de libros. Al fin y al cabo, la literatura es una fiesta a la que se acude sin invitación.
Durante estas ediciones en las que he ido confirmando mi reincidencia, he visto sentarse en la carpa del encuentro a innumerables autores adscritos al género negro, histórico, fantástico, y al mundo, tan serio, de la viñeta; he descubierto autores de los dos lados del Atlántico, y he tenido ocasión de presenciar un recital inolvidable, ¡a la una de la madrugada! del enorme poeta que fue Ángel González.
Por supuesto, en estos diez años, la Semana ha experimentado algunos cambios; entre otros, de ubicación. El “escenario de los hechos” ha pasado de los aledaños del estadio de El Molinón a la playa de Poniente para ubicarse después en la Playa del Arbeyal. También se ha enfrentado a la carga de desalojo y pérdida que el tiempo impone de forma innegociable... Sin embargo y a pesar de todo, el entusiasmo que genera esta fiesta de la literatura no se ha alterado y, afortunadamente, la Semana conserva el raro color que la identifica desde el principio: ese negro tan claro.
La tarde de verano en la que, con el equipo de grabación colgado del hombro, me dirigí por primera vez hacia el recinto de la Semana, confiaba en encontrarme una plácida feria del libro en la que se sucedieran interesantes presentaciones y mesas redondas protagonizadas por el género negro. Escritores, libros, conferencias... ¿quizá ofrecieran té en las pausas? Evidentemente, había cometido un pequeño error de concepto y de dimensiones. Estaba a punto de descubrir lo que la Semana Negra era en realidad: una reunión tumultuosa de norias gigantes, churrerías, puestos de artesanía y caipiriñas, pulperías, conciertos y, por supuesto, literatura. La oferta era amplia y diversa y comprendí que el visitante podría, en función de sus intereses, confeccionarse una jornada estrictamente cultural o combinarla con otro tipo de actividades menos culturales pero igualmente apetecibles. La propuesta que latía entre mojitos y novelas negras se trasladaba con nitidez: no hay por qué ponerse solemnes para hablar de libros. Al fin y al cabo, la literatura es una fiesta a la que se acude sin invitación.
Durante estas ediciones en las que he ido confirmando mi reincidencia, he visto sentarse en la carpa del encuentro a innumerables autores adscritos al género negro, histórico, fantástico, y al mundo, tan serio, de la viñeta; he descubierto autores de los dos lados del Atlántico, y he tenido ocasión de presenciar un recital inolvidable, ¡a la una de la madrugada! del enorme poeta que fue Ángel González.
Por supuesto, en estos diez años, la Semana ha experimentado algunos cambios; entre otros, de ubicación. El “escenario de los hechos” ha pasado de los aledaños del estadio de El Molinón a la playa de Poniente para ubicarse después en la Playa del Arbeyal. También se ha enfrentado a la carga de desalojo y pérdida que el tiempo impone de forma innegociable... Sin embargo y a pesar de todo, el entusiasmo que genera esta fiesta de la literatura no se ha alterado y, afortunadamente, la Semana conserva el raro color que la identifica desde el principio: ese negro tan claro.
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