La oruga de acero esperaba bufando, ansiosa, en el pasillo trece de la estación de trenes de cercanía, en Chamartín, Madrid. Los visitantes, periodistas, intrusos, escritores y organizadores de la 23 edición de la Semana Negra de Gijón avanzaban ávidos y revoloteando, bajando escaleras, cargando maletas, tomando fotos, sonrientes y párvulos. Caminaban haciendo aplausos con sus pasos. Se detenían y golpeaban sus manos: hormigas sedientas a la hora del recreo escolar, timbre de inicio de vacaciones, hora de jugar y soñar.
El tren estaba ahí, cual oruga de acero, pero de colores azul con blanco y un gris en la parte superior: el mitológico tren negro, imponente, respirando agitado como un toro en la fiesta de San Fermín, presto para comerse los rieles, hambriento de tragarse a las hormigas, esas que le aplaudían cuando lo sintieron avanzar y que estaban poblando, sentados, sus asientos y rincones.
Alguien gritó si era necesario empujar. Todos rieron. Las hormigas, con gafetes de autores y reporteros, mutaron y se convirtieron en avispas, y luego en bípedos de pelo largo, barbones, amezclillados, de lentes, con computadora portátil y cámara digital para tomar fotografía y video.
La felicidad les había tatuado una sonrisa y unos fanales encendidos en lugar de los ojos. El tren negro parecía traer en la delantera el letrero de la ruta: Madrid-Gijón-Felicidad y puntos intermedias, ida y vuelta.
Una vez arriba, con las maletas acomodadas y el sistema de aire acondicionado encendido, empezó el trajín. Y el monstruo de acero se movió lentamente. Y los empleados del ferrocarril, solícitos y contagiados, empezaron a caminar lentamente, mientras disparaban a corta distancia, A quemarropa, el periódico de la Semana Negra.
Varios cadáveres quedaron recostados en los cómodos asientos de algunos de los tres vagones: eran autores desvelados, boquiabiertos, de lentes oscuros para disimular el desvelo, despeinados pues no hubo tiempo para el baño, lívidos por ese hábito nocturno de buscarle el fondo a las botellas.
En poco tiempo aquello fue un manicomio: círculos de periodistas cantando el Cielito lindo, escritores y hacedores de tiras cómicas discutiendo sobre las dictaduras militares, prófugos de los versos rosas queriendo pintar los vagones de negro por dentro, sedientos y rijosos novelistas protagonizando escenas apocalípticas para alcanzar un pomo de agua fresca, bellas mujeres contando chistes de fluidos carnosos e inundantes, humo, densidad, carcajadas, besos al aire, hojas pegadas a los dedos de algún tímido lector.
Un hombre bajo, de corbata y un puñito de bellos blancos bajo el labio inferior empezó a contar a los que dormían pero estaban muertos y a los que sentados, idos, viajando a través de la ventanilla y la campiña madrileña, viajaban lejos. Era el saldo de la refriega. Y los chingazos apenas empezaban.
La máquina avanzó en velocidades de los 50 a los 120 kilómetros por hora. La película que aparecía en las amplias ventanas pasó de pequeñas comunidades a los verdes plantíos, de pequeñas poblaciones al pinar de las montañas, de antenas y cables y cintas de chapopote señalamientos viales a los arroyos y ríos.
Y el Tren Negro devorando rieles, mascando durmientes, degustando combustible, piedras policromáticas, tierra café que luego se hizo rojiza.
Cuando la oruga de acero traía en su silente y efectivo vientre alrededor de 400 kilómetros devorados y le dificultaban la digestión los casi 140 pasajeros, la estación de Mieres, entre cerros de un verde sempiterno y un río canturriante, recibió a los de sonrisa tatuada con el sonido de las gaitas. Después de un recorrido a pie y de haber sido escoltados por la policía –en esta ocasión, por primera vez, no en calidad de detenidos- los de la palabra como patria se avalanzaron con pasos cavernarios a la comida, los refrescos y postres. La fiesta se había extendido al adoquín, las calles angostas, plazas y cafés de la pequeña ciudad. Pero ya no hubo oportunidad para el café. Había que partir de nuevo. Gijón, su banda, las autoridades, esperaban a poco más de 140 kilómetros más.
De nuevo los túneles y otra vez, en pasillos y asientos, de pie, charlando, soltando carcajadas que viajaban traviesas por todos los vagones, aquello fue de nuevo un hospital de orates. Y volvieron los chistes, las canciones de Escándalo, los diálogos cultos sobre la nada, la prosa, el cine y los versos que nadie escribió.
Y la oruga mascó rieles, como cada año, reestrenada, ufana, hasta Gijón, donde la música de la banda regional fue embestida por trabajadores y desempleados, que protestaron contra todo, incluso contra escritores y organizadores, a quienes les sacaron la cerilla con los sonidos estruendosos de silbatos y babucelas. Mejor forma de recibir a los de la Semana Negra no había: rijosos, acostumbrados a los actos antigubernamentales e insumisos, disfrutaron las mentadas de madre, las señas obscenas y las acusaciones de vividores que les hicieron. Y algunos, incluso, estuvieron a punto de unírseles.
Y Pacto Taibo 2 y compinches dijeron esto apenas empieza. Y exhaustos, primerizos de la Semana Negra y extasiados de tanta generosidad, se dispusieron a apresurar los pasos, contagiados, enfermos, demenciales, por la sobredosis de rieles y felicidad.