16 de julio. 7:30 de la mañana. Mi cámara y yo nos encontramos en la madrileña estación de Chamartín para coger un tren blanco que nos lleve hasta un destino desconocido para los dos: la Semana Negra de Gijón.
Tras cinco horas de viaje y los trámites burocráticos pertinentes comienza nuestra aventura.
Organización organizada, trato cercano y eficiencia es lo primero que nos encontramos en las oficinas del festival.
Realizamos la inmersión en las intalaciones y ¡Voilá!, un panorama pintoresco pero con un aura muy particular. Gente de todas las edades que trampea los puestos de comida, collares y bolsos para acercarse a las carpas en las que se podrán encontrar con alguno de los mejores escritores de novela negra del mundo.
Presentaciones y coloquios desenfadados en los que hasta el menos amante de la literatura se encontraría cómodo. Jóvenes que disfrutan de la experiencia de Guillermo Orsi y maduritos que se preguntan quiénes serán Manuel Manzano y Su hombre de Plastilina.
Concierto de Sidecars, gratuito y sin agobios; cine, poesía y mucho más. Un festival de categoría sin ataduras.
Un acercamiento de la cultura a la calle en la que escritores, periodistas y público se sienten como en casa.