5.7.10

Friki salido del armario: Sergi Viciana

Un amigo dice que yo era un friki camuflado. Leía géneros y (¡oh, dios!), incluso hubo un tiempo en que pintaba figuritas de Warhammer. Pero no iba a eventos, mis amigos no entendían mis aficiones. Afortunadamente, eso ha cambiado. De hecho, ha cambiado tanto que incluso fui el año pasado a la Semana Negra.

¡Gracias a Crom que lo hice! Es posible que alguien esté leyendo esto sin haber ido nunca. Sólo puedo decirle una cosa: ¡abre ahora mismo otra ventana y cómprate un billete de tren o de avión! Qué, ¿no me haces caso? Allá tú, porque la experiencia realmente merece la pena. Están las conferencias, las mesas redondas, las presentaciones y demás, claro. Algunas realmente interesantes, otras en las que te sorprendes de la capacidad de la gente para decir tonterías y parecer seria (aún recuerdo una mesa del año pasado en la que Elia Barceló casi se come a un tipo, y eso que era la moderadora). Pero lo mejor no es eso, ni mucho menos. Los actos, me refiero, no ver a Elia fulminar con la mirada a un patán, aunque también. Lo mejor es que la Semana Negra es un lugar de encuentro (¿he escrito yo eso? ¡Ay, dios!). Es un sitio en el que se cruzan cientos de personas con intereses parecidos, y en el que todo el mundo es de fuera (incluso los que no lo son), así que a todos se les trata como amigos de toda la vida. Es un sitio en el que, de repente, te encuentras tomando un café con alguien a quien dos días antes idolatrabas, y ahora te habla como si tal cosa. Porque creo que la Semana Negra va de eso: de hablar con cualquiera, porque con cualquiera tienes puntos en común. Porque puedes estar hablando media hora sobre zombis con un canario que sólo estaba sentado junto a ti en un grupo de quince, y acabar descubriendo que es Víctor Conde y recién ha sacado un libro sobre... sí: sobre zombis.

En la Semana Negra hay mucha gente, pero en realidad es un sitio pequeño. Sí, ya sé que el mundo es pequeño, y que es un pañuelo, y que seis grados de separación y bla, bla, bla. Pero es que en Gijón todo el mundo se conoce. No importa a quién quieras que te presenten, sólo dilo, porque seguro que tienes un amigo en común. Y si no, en un par de días lo tendrás. O le conocerás directamente tú y se apuntará a tu grupo para ir a de mariscada por la noche.

Bueno, vale. Lo reconozco. Hay algo más que me hace volver este año a Gijón. La comida. En Gijón pasa algo que aquí en Barcelona, donde vivo, no pasa: puedes entrar en un restaurante al azar, sin mirar ni el nombre, y comerás bien. Durante la Semana Negra, además, es más que probable que estés rodeado de otros como tú. De hecho, tienes que tener cuidado o acabarás perdiéndote esa charla sobre, digamos, la poética neogótica en la novela negra irlandesa actual (¡Son tus gustos, a mi no me mires!), porque la sobremesa se te alarga tres o cuatro horas charlando con dos señores de Burgos que has conocido por la mañana. Y tomándote un carajillo de anís, como dios manda.

Por cierto, aviso para navegantes: los carajillos en Gijón se sirven con flotador, por si te caes dentro.