12.7.10

Yo nunca había visto una familia negra tan blanca: Rogelio Guedea

Debo hacer una confesión, tal como las hace a cada rato Paco Ignacio Taibo II: si me dieran a elegir entre el ámbito literario y la dimensión humana, yo elegiría –sin pensarlo dos veces- lo segundo: la dimensión humana. Sin ésta no se explica la otra, ni existiría siquiera. Nada para mí está más allá ni es más importante que lo esencialmente humano. Recordando a Montaigne, yo suscribiría también que es mejor ser buena persona que ser buen escritor. Pero no me voy a poner sentimental. Bueno, sí: que ahora ponerse sentimental, ante tanto tránsfuga de lo cursi, como si lo cursi fuera enfermedad incurable, resulta original. Tal vez por eso no puedo evitar mirar los bordes, los márgenes, casi las orillas de lo que no tiene orillas. No puedo evitarlo: a mis manos, como a mis pies, les aterra el lugar común, que es una serpiente que se muerde la cola un día sí y otro también. Y es así que he venido a caer en la cuenta –los milagros todavía existen, claro- de que a mí lo que más me ha impresionado de la Semana Negra no es el apabullante festival literario que es en sí mismo, y de lo cual a nadie le queda duda, sino, sobre todo, la Familia Negra, que hoy bautizo así y que conforman principalmente Paco Ignacio Taibo II, motor indiscutible de ese tren que parece que lo arrasará todo de un balazo, Paloma Saiz Tejero, su mujer, Marina, su encantadora hija, además de toda la Organización Negra (desde Xurde hasta Cristina pasando por Elena, Marisa, Alejandro, etcétera, etcétera). La lista impresionante de escritores de novela negra y policial, la pila de libros y libreros, las charlas y tertulias no tienen parangón, es cierto, pero a mí lo que me ha agujereado el esófago del alma y más allá ha sido la manera en que la Familia Negra vive, goza y, en algunos momentos, padece la Semana Negra. No he podido evitar, por ejemplo, ver cómo Marina Taibo responde a los llamados o exigencias de su padre, Paco Ignacio Taibo II, y corre hacia él para contestarle el celular o escuchar, puntual, sus sugerencias, todo ello con una amorosidad tal cual se tratara del llamado de una voz que viniera del cielo, o ver cómo Paloma Saiz Tejero, en conciliábulo, como dos amigos inseparables, organiza y reorganiza con Paco Ignacio Taibo II, su marido, los eventos e imprevistos del día siguiente, o como Paco Ignacio Taibo II, que a veces parece que anda con un pie en la luna y otro en el garabato, y parece que no escucha pero escucha todo, se levanta para asistir a su madre, Maricarmen, también parte central de la Familia Negra, que corre el riesgo de dar un traspié en el próximo escalón, y ahí el célebre escritor de novela negra y policial, Paco Ignacio Taibo II, gran conversador y alentador de la mirada izquierda, se convierte en el hijo más bien dócil, inofensivo, inmensamente generoso, que no olvida que antes de ser todo lo anterior es hijo, y padre, y esposo, y tio, porque se le puede ver también pasando, cariñoso, su mano por el hombre de Lucía, la sobrina que acompaña a su madre durante el viaje y que lo mira todo como si acabara de descrubir el País de las Maravillas. Ya Aristóteles sabía muy bien, cuando escribió la Ética a Nicómaco, que la familia nació mucho antes que el Estado, y que, por tanto, le lleva a todo el resto de las instituciones una ventaja inapelable. Por eso, si todo el mundo, o las familias del mundo fueran tan blancas y tan entrañables, tan unidas e jubilosas, tan modélicas y solidarias como la Familia Negra, seguramente este diablo mundo sería otro muy distinto, y los malos escritores –antes negras personas también- serían, sin duda, cada vez mejores personas, que es lo que –hoy más que nunca- necesitamos.