13.7.10

Uno acaba cogiéndole cariño...: Pablo Batalla

Uno acaba cogiéndole cariño a ese pedacito de acera y césped encerrado entre cuatro paredes de lona. Como si fuera una pequeña casa, en la que uno entra, sale y habita con la misma cotidianeidad rutinaria que en la verdadera.

Todo se acaba repitiendo. Se repite el breve ritual de apertura. Abrir el candado, destrenzar las cuerdecillas blancas, enrollar las cortinas. Recolocar un par de libros caídos o movidos. Sacar de la mochila la caja de latón en la que se guarda el dinero y la maquinita para cobrar con tarjeta de crédito, que pesa mucho, se descarga muy rápido y nunca se usa. Dejar a buen recaudo la caja y la maquinita en un rincón del mostrador. Sentarse en el taburete, esperar. Se repite el mismo calor pegajoso, mezcla de húmedo verano atlántico y la potencia del foco que ilumina la exigua estancia y hace relucir los libros cuando cae la noche. Se repiten, con precisión mecánica, las cuatro o cinco frases hechas que se intercambian el vendedor, servidor, y el comprador. “¿Estos también están de oferta?”, “No, sólo estos de aquí, esos están a precio normal”, “¿Le doy una bolsina?”, “Si me haces el favor”, “Gracias”, “A ti”, etecé. Se repiten a las mismas horas las mismas vaharadas de olor a pulpo, o a kebab turco, o a bocata griego, el mismo consiguiente rugir de tripas. Se repite la breve conversación con los compañeros de gremio a ambos lados del stand. Qué tal va la cosa hoy, a ver si mañana va mejor, yo creo que tal día se venderá más. Se repite la misma procesión de gente, de seres humanos amontonados, cruzándose y mezclándose y entrecruzándose y entremezclándose.

Se aprende mucho de cómo es la gente cuando se está durante horas al otro lado de un mostrador. De lo grotesca que puede ser a veces, de lo deshumanizada que resulta la humanidad cuando se amontona y se convierte en una sola masa informe, en un monstruo con miles de ojos, brazos y piernas que ya no se llama Pepe, Paco y Manolín el de Pallarribones, que ya no se llama nada, porque no tiene cara, sino sólo un contorno difuso que va cambiando, moviéndose como una mancha de aceite, tocando unas veces sí, y otras no, el mostrador tras el cual yo me hallo. No es Juan Díaz, sino una protuberancia de la masa, la que pregunta que si venden ustedes libros de chistes. No es Francisca González, sino otra protuberancia de la masa, la que emite un bufido de desaprobación al escuchar que el grueso manual de botánica que tiene entre las manos, y desea llevarse consigo, cuesta 35 euros. Ni es Pedro Rodríguez, sino otra protuberancia de la masa, la que ruge que el libro ése sobre la Güelgona del 62 silencia que Comisiones Obreras la fundó en La Camocha el respetable progenitor del propio Pedro Rodríguez.

Para esa masa de Pepes, Pacos y Manolinos, claro, yo tampoco soy Pablo Batalla, sino una protuberancia más de una masa de vendedores de cachivaches diversos que tampoco tiene cara, ni forma, sino tan sólo una misma boca que les dice que tal cosa cuesta tanto y que lo de allá está de oferta y que hola y que gracias y que hasta luego. Aunque a veces sí que hay espacio para lo humano, destellos que convierten a una de las miles de protuberancias de la masa en un ente con nombre, esas veces en las que un viejo conocido, habitualmente algo más gordo y más calvo que la última vez, se detiene sorprendido delante de uno y exclama hombre, cómo tú por aquí, qué es de tu vida, cuánto tiempo; esas veces en las que un familiar aparece por allí, sonríe, pregunta qué tal va la jornada y compra un par de libros para contribuir con unos eurillos a ese viaje, o a ese carné de conducir, o a rellenar esa hucha cerdito para ahorrar para ya veremos qué; esas veces en las que la entrañable señora que acaba de adquirir una guía de las playas de Asturias te cuenta que es de Zaragoza pero veranea en Asturias, que qué bonita es Asturias y que qué bonitos libros tenéis.

Y al final de todo, resulta que uno se ganó las habichuelas, pero que sobre todo ganó unas cuantas experiencias vitales, lecciones de ésas que la Universidad no enseña y una feria sí. Merece la pena.